En
2007 trabajaba para una dependencia cultural en el área de literatura. Mis
obligaciones, que cumplí con una incierta mezcla de entusiasmo y abnegación,
tenían que ver sobre todo con la organización de presentaciones, mesas
redondas, conferencias y lecturas de escritores cercanos o lejanos, noveles o
consagrados, de todo. Dado que el personal de mi área estaba conformado sólo
por mí, debía habilitarme para casi todas las actividades implicadas en la
organización y buen término de las actividades, desde concebirlas, diseñar las
invitaciones, escribir los boletines, ir a los medios, asistir a las
presentaciones, muchas veces participar en las mesas y, por último, acompañar a
los escritores —principalmente cuando eran de fuera de la ciudad— en la cena de
rigor.
Pasó
una vez, entonces, que vino a visitarnos un escritor con renombre en el medio
literario mexicano, un ensayista destacadísimo aunque sólo bien conocido, como
ocurre con casi todos los ensayistas, entre escritores. Yo mismo lo ponderaba y
lo pondero todavía como un lector infatigable y un gran crítico, además de
maestro y perito editor de libros propios y ajenos. Su nombre, pues, no me era
nada extraño, y desde que abrí los ojos a la literatura había visto su firma en
los más prestigiados suplementos y revistas literarios del país, e igual en
libros de sellos académicos y comerciales. Era para mí, entonces, un escritor
“consagrado”, alguien ya plenamente identificado en la república de nuestras
letras.
El
ensayista despachó su conferencia sin despeinarse, con un dominio absoluto del
tema. Armado sólo con pocas cuartillas, dictó, perdón por el lugar común,
cátedra. Al final, luego del sencillo brindis, le ofrecí la cena institucional
programada en un lugar de verse. Al avanzar hacia el restaurante sito en el
Paseo La Rosita, el ensayista me pidió buscar un cajero automático. Lo noté
nervioso, pellizcándose los padrastros con los dedos. Llegamos a un cajero, bajó,
vi de lejos que consultaba y volvió al coche. Siguió inquieto y me atreví a
preguntar si pasaba algo. “No, nada —dijo—, esperaba el pago de unas
colaboraciones y no me han depositado”. “Eso pasa muy seguido”, le respondí. “Sí,
el problema es que sólo tengo 500 pesos y estoy en Torreón”. Asombrado, le
dije: “Fulano de tal, usted, quien aparece en el consejo editorial de la
revista equis junto a zutano y perengano, ¿tiene sólo 500 pesos en este
momento? ¿Qué no tiene la vida ya resuelta?”. La respuesta fue clara: “Bueno,
ellos son empresarios y también escriben, yo sólo me dedico a escribir”. No
resistí la tentación de comentarlo: “Si eso pasa con usted, que es un escritor reconocido,
ya entiendo por qué en provincia estamos como estamos”.