Tengo 45 años afectivamente cerca de la lucha libre, desde que con mi hermano Luis Rogelio asistía a todas las matinés del cine Elba casi exclusivamente para ver las del Santo. Junto con eso, fui a muchas funciones en mi niñez y con los años el gusto por este espectáculo me sobrevivió a tal grado que desde hace dos décadas casi no pasa semana sin que me apersone en alguna de las muchas arenitas de La Laguna. Sé, pues, lo que es, y aquí no voy a ponerme pesado y explicar que es esto o aquello, que teatro o deporte y todo lo que suele decirse al abordar el tema. Sé lo que es, insisto, y sólo añadiré esto: como anulé el televisor desde hace mucho, voy a la lucha porque es económica y se trata de la única salida más o menos social que tengo. Lo demás es trabajo frente a la computadora, encierro vinculado a la escritura, la edición y la docencia.
Dados
esos largos años viendo lucha en La Laguna, me queda claro que doy total
preferencia a la lucha lagunera practicada en algunos casos de manera casi
amateur. Esta es la razón por la que trato con algo de indiferencia la llamada
triple A, un espectáculo que por lo general goza de mayor proyección comercial
y por ello de mejores bolsas para los luchadores. A ésa no asisto, así que
ignoro qué tanta seguridad hay en todos los sentidos: para el público y para
los deportistas.
De
la otra lucha puedo opinar que se desarrolla casi con las uñas, sin grandes
dividendos para nadie. Eso es, quizá, lo que me atrae de ella: noto que quienes
contienden están allí por una mezcla genuina e irregular de gusto por el deporte,
afán lúdico y necesidad económica. Son, casi todos, compas que uno puede tratar
en la ferretería o en la miscelánea, que uno puede toparse en cualquier sitio
porque son choferes, obreros, raza de trabajo. En la lucha ganan un pesito
extra y aunque el asunto conlleva riesgo, se divierten y se ven obligados a
entrenar, a no soltar las pesas y a seguir fatigando lona.
Así
entonces, en las funciones, por ejemplo, de la Plaza de Toros Torreón y de la
Arena Olímpico Laguna de Gómez Palacio jamás he visto, porque costaría
contratarlos, policías en los pasillos o servicios médicos con ambulancia a la
puerta. Como quien dice, es un espectáculo que se autorregula, y aunque
básicamente se trata de un juego, he visto incontables golpes y lesiones que en
general no llegan a tener consecuencias fatales.
Lo
que ocurrió en Tijuana el viernes es una tragedia, sin duda. Queda a las
autoridades indagar si en esas funciones, por el cartel y el alto precio de las
entradas, debe exigirse atención médica inmediata y profesional, y tomar
medidas. Lo que en definitiva no puede hacerse es atribuir culpa al luchador
oponente. Eso es absurdo en este caso.
Nota: Tomé la foto que acompaña este post el domingo 22 de marzo a las nueve de la noche, un día después de la muerte del Perro Aguayo hijo. En la imagen se aprecia la reunión de luchadores para rendir un minuto de aplausos al colega recién fallecido en Tijuana. Al lado del ring aparece mi amigo Beto Rubio tomando video del momento.