sábado, mayo 24, 2014

El tostón




















Hoy —o sea ayer, cuando escribo esto— estoy cumpliendo cincuenta años, el tostón. Paso por esta fecha sin sobresaltos, con saludos de muchos amigos queridos que recordaron el onomástico y han enviado palabras de felicitación y aliento. Supongo que como a muchos, me llegó la quinta década sin darme cuenta, como si no fuera medio siglo. ¿En qué momento devoré cincuenta años de vida? ¿A qué hora pasé de la adolescencia, que recuerdo siempre con cariño, vívidamente, a esta edad en la que ya comienza a pesar el tiempo sobre los omóplatos? No sé. Lo único que sé es que ya son cincuenta años y me siento relativamente bien, sin achaques visibles, sin conatos de enfermedad y muy agradecido en general con innumerables personas y con algunas circunstancias.
Desde que tenía 16 o 17 años comencé a vislumbrar lo que ahora hago. Pese a lo difícil que es aquí mantenerse cerca de la literatura y seguir practicándola como lector y escritor, creo no haber dejado pasar un solo día, desde hace poco más de treinta años, sin establecer algún contacto con las letras. El azar me ha puesto en el camino a unos cuantos maestros (alguna vez dije que eran Saúl Rosales, David Lagmanovich y Sergio Antonio Corona Páez), a quienes jamás podré pagar las involuntarias lecciones que me han dado. Considero, sin embargo, que en gran medida soy un producto inacabado del autodidactismo. Empecé a leer literatura sin guía, sin alguien que estuviera a un lado para orientar mis lecturas, y de alguna manera continúo por esa brecha, una cicatriz en la terracería del aprendizaje. El resultado no puede ser mejor que el que se obtiene si uno procede con más orden, si uno es conducido desde chico por la mano de la experiencia. Pero en esto no me fue posible elegir. No había mucho en el entorno, por ejemplo, para preguntar por un libro, para saber en qué páginas hundir la mirada con la garantía de recoger abundante luz.
La curiosidad de leer nació en la penumbra de mi adolescencia y luego derivó en la curiosidad de borronear cuartillas. Los primeros intentos casi me llevaron a la renuncia. Hubo una época, la primera, en la que sentía que cada párrafo me costaba un esfuerzo nada acorde a mis escasas fuerzas. Desistía por unas semanas, pero la lectura era un descubrimiento permanente y ese descubrimiento me llevaba a replantear la posibilidad de escribir.
Volví  muchas veces a intentarlo, y aunque jamás, hasta la fecha, he quedado conforme con lo que sale, el tiempo fue haciendo, al menos, más fuerte la voluntad, y una tras otra fueron desfilando las demasiadas cuartillas en las que ha quedado guardado lo que pienso, lo que sueño, lo que creo.
A los cincuenta que cumplo hoy —o sea ayer, insisto— tengo tres hijas que son lo que más quiero en la vida, a todos mis padres y a todos mis hermanos, casi veinte sobrinos, dos sobrinos nietos, muchos amigos, un puñado de libros publicados, una biblioteca ciertamente bien armada, un montón casi incontable de colaboraciones hemerográficas, un trabajo estable en el mundo académico, cerca de diez libros inéditos, el corazón en paz y un deseo sin orillas por seguir haciendo lo mismo, exactamente lo mismo: leer y escribir.