Hoy
—o sea ayer, cuando escribo esto— estoy cumpliendo cincuenta años, el tostón.
Paso por esta fecha sin sobresaltos, con saludos de muchos amigos queridos que
recordaron el onomástico y han enviado palabras de felicitación y aliento.
Supongo que como a muchos, me llegó la quinta década sin darme cuenta, como si
no fuera medio siglo. ¿En qué momento devoré cincuenta años de vida? ¿A qué
hora pasé de la adolescencia, que recuerdo siempre con cariño, vívidamente, a
esta edad en la que ya comienza a pesar el tiempo sobre los omóplatos? No sé.
Lo único que sé es que ya son cincuenta años y me siento relativamente bien,
sin achaques visibles, sin conatos de enfermedad y muy agradecido en general
con innumerables personas y con algunas circunstancias.
Desde
que tenía 16 o 17 años comencé a vislumbrar lo que ahora hago. Pese a lo
difícil que es aquí mantenerse cerca de la literatura y seguir practicándola
como lector y escritor, creo no haber dejado pasar un solo día, desde hace poco
más de treinta años, sin establecer algún contacto con las letras. El azar me
ha puesto en el camino a unos cuantos maestros (alguna vez dije que eran Saúl
Rosales, David Lagmanovich y Sergio Antonio Corona Páez), a quienes jamás podré
pagar las involuntarias lecciones que me han dado. Considero, sin embargo, que en
gran medida soy un producto inacabado del autodidactismo. Empecé a leer
literatura sin guía, sin alguien que estuviera a un lado para orientar mis
lecturas, y de alguna manera continúo por esa brecha, una cicatriz en la
terracería del aprendizaje. El resultado no puede ser mejor que el que se
obtiene si uno procede con más orden, si uno es conducido desde chico por la
mano de la experiencia. Pero en esto no me fue posible elegir. No había mucho
en el entorno, por ejemplo, para preguntar por un libro, para saber en qué
páginas hundir la mirada con la garantía de recoger abundante luz.
La
curiosidad de leer nació en la penumbra de mi adolescencia y luego derivó en la
curiosidad de borronear cuartillas. Los primeros intentos casi me llevaron a la
renuncia. Hubo una época, la primera, en la que sentía que cada párrafo me
costaba un esfuerzo nada acorde a mis escasas fuerzas. Desistía por unas
semanas, pero la lectura era un descubrimiento permanente y ese descubrimiento
me llevaba a replantear la posibilidad de escribir.
Volví muchas veces a intentarlo, y aunque jamás,
hasta la fecha, he quedado conforme con lo que sale, el tiempo fue haciendo, al
menos, más fuerte la voluntad, y una tras otra fueron desfilando las demasiadas
cuartillas en las que ha quedado guardado lo que pienso, lo que sueño, lo que
creo.
A
los cincuenta que cumplo hoy —o sea ayer, insisto— tengo tres hijas que son lo que más quiero en la vida, a todos mis padres y a todos mis hermanos, casi veinte sobrinos, dos sobrinos nietos, muchos amigos, un puñado de libros
publicados, una biblioteca ciertamente bien armada, un montón casi incontable
de colaboraciones hemerográficas, un trabajo estable en el
mundo académico, cerca
de diez libros inéditos, el corazón en paz y un deseo sin orillas por seguir
haciendo lo mismo, exactamente lo mismo: leer y escribir.