Publicado en el libro Vuelo sobre las profundidades (Lumen, México, 2010), José Agustín recuerda su relación con Juan José Arreola. Lo conoció en el DF, cuando el autor de La feria fundó el taller literario Mester en el que participaron Federico Campbell, Gustavo Sáinz, René Avilés Fabila, Gerardo de la Torre, Jorge Arturo Ojeda, Tita Valencia, José Carlos Becerra y Hugo Hiriart, entre muchos otros. Como se ve, Arreola vio pasar en su taller de enderezado y pintura a muchos jóvenes que luego se convertirían en escritores más que reconocidos y reconocibles en nuestra República de las Letras.Pese a formar un grupo compacto en torno a Arreola, impresiona que ninguno se parezca significativamente a él, que todos puedan ser percibidos hoy, más bien, distantes de la estética seguida por su preceptor de aquellos días. La clave de esta diferenciación se encuentra, según puedo ver, en un párrafo de José Agustín: “A fines de 1963 escribí un cuentito, en primera persona y franco lenguaje coloquial, sobre un repugnante porro universitario que hacía funciones mercenarias de rompehuelgas. Tenía el horrendo título de ‘El Nicolás’ y para mí era importante porque me había abierto toda una temática, personajes y un nuevo uso del lenguaje. Arreola dijo que el texto se redondeaba bien y que el lenguaje se manejaba adecuadamente, se trataba de un buen cuento, pero como él detestaba a ese tipo de jóvenes abusivos mi lectura lo había disgustado. Yo no me sentí mal; en el fondo me impresionó que reconociera el valor del cuento a pesar de que le disgustaba”.
La importancia del testimonio trasciende lo anecdótico, pues muestra a un maestro de escritura literaria que orienta y acepta más allá de sus ya bien afincados gustos. En efecto, “El Nicolás” es un sujeto abyecto, un cabrón pintado con desparpajada prosa por José Agustín. El relato se ubica pues en las antípodas de lo que produjo Arreola, pero algo vio el maestro de Jalisco que le sirvió para palomearlo pese a la irritación que le provocaban esos bichos y, tal vez, esa prosa.
Lo que vio es, en ese instante, la frescura de una prosa nada academicista, nada tiesa, sino abiertamente cercana a la oralidad callejera de aquel jipioso momento. Arreola escuchó en José Agustín el latido de una generación renovadora, y lejos de frenarla o torcer su rumbo, la entendió y la impulsó como nadie lo había hecho hasta entonces y como nadie, creo, lo hizo después.
Si algo le debe México, pues, a don Juan José, no es sólo su obra publicada, sino su capacidad para ver y oír a los jóvenes que pusieron textos frente a sus ojos. Arreola supo qué hacer con ellos, y la prueba está en que todos nos han dejado libros importantes como De perfil y Pretexta y Galaor y muchísimos más.