Cada dos o tres meses recibo desde Buenos Aires un mail del escritor Fernando Sorrentino (Buenos Aires, 1942). El contenido de esa carta electrónica es generalmente un ensayo literario agudo, siempre con algún notable descubrimiento. Pues bien, el que recibí este primero de mayo me dejó más que pasmado. Sorrentino aborda en nueve cuartillas el tema de las dos posibles influencias de “El Aleph”, el cuento más famoso de Borges. Una es la influencia confesa, la que el mismo Borges aceptó: “En ‘El Zahir’ y ‘El Aleph’ creo notar algún influjo del cuento ‘The Crystal Egg’ (1899) de Wells”; la otra, no declarada por Borges, es la del cuento “El ramito de romero”, de Eduarda Mansilla de García (Buenos Aires, 1834-1892), quien fue hermana de Lucio Victorio, el autor de Una excursión a los indios ranqueles.
Sorprendido
por el hallazgo de una similitud más que evidente entre el pasaje clave de “El
Aleph” (cuando el protagonista del relato ve, precisamente, la esfera luminosa)
y otro de “El ramito de romero”, Sorrentino llega a algunas conjeturas y luego
admite, con toda honestidad intelectual, que luego de investigar un poco más
halló que María Gabriela Mizraje había derivado poco antes en aquel
descubrimiento. El caso es que cada cual por su lado, Mizraje y Sorrentino
encuentran un nexo evidente, porque lo tienen, entre el pasaje de Mansilla y el
de Borges.
La
pregunta que se impone es obvia: ¿por qué Borges no mencionó el relato de Mansilla
y sí el de Wells? ¿En verdad pudo haberlo leído? Nadie, jamás, ni de broma,
atribuiría saqueos a Borges, ni siquiera los sospecharía, pues en su
deslumbrante producción quedó claro que se bastaba, vaya que se bastaba, con su
propio apabullante talento. Por eso Mizraje, y con ella Sorrentino, cree en la
hipótesis de que “El ramito de romero” está de alguna forma en “El Aleph” y
piensa en el olvido como forma lateral de la influencia. Probablemente Borges
leyó el cuento de una autora a la que no le puso mucha atención, pero que había
dado con una idea grata al fantaseo con lo infinito y la había expuesto con una
enumeración caótica, figura siempre querida por el autor de Ficciones.
Eso
pudo ser, o fue, el embrión de “El Aleph”, y esto me lleva a pensar en la
lectura asombrada que hacemos en la juventud y de la cual, sin querer, pasados
muchos años, queda un pesado sedimento en el fondo del subconsciente. Esos
fantasmas sedimentados son los que tal vez se agitaron en Borges cuando hacia mil
novecientos cuarenta y tantos encaró la escritora de su prodigio.
En
el libro La isla en llamas (Instituto
Sinaloense de Cultura, Culiacán, 2012), el escritor Juan José Rodríguez comenta
lo que sigue: “Pessoa recomendaba no apuntar todo lo que nos sucede. Hay que
dejar varias cosas sin escribirlas, para que el olvido las cubra y luego
emerjan al momento preciso. El escritor no debe ser solo un notario de lo
acontecido. Un pararrayos capaz de funcionar en el cielo despejado de la
normalidad cotidiana”.
Cierto
pues que entre “El ramito de romero” y “El Aleph” hay una liga innegable, pero
no son pocos los casos (cada escritor sabrá reconocer los suyos) en los que un
texto es el resultado de experiencias tanto vividas como leídas que el escritor
supone muertas, o simplemente ni supone y, sin que él sepa cómo, afloran
(“emergen”) al momento de escribir. Eso es independiente del genio. A quien sea
puede ocurrirle cuando escribe.