Uno
de los errores bibliográficos que más lamento fue haber perdido la primera
edición de Los relámpagos de agosto,
la famosa novela de Jorge Ibargüengoitia (Guanajuato, 1928-Mejorada del Campo, 1983).
Amaba ese libro —que compré por correspondencia en Estados Unidos— por una
razón ingenua pero suficiente para emocionarme: su colofón señalaba que fue impreso
en La Habana en mayo de 1964. Se trataba, pues, que yo recuerde, del único
libro significativo con mi edad exacta. Conservo, eso sí, la imagen de la portada,
pues alguna vez recosté la tapa de Los
relámpagos… sobre un escáner.
Esta
entrada inevitablemente autorreferencial se debe a que de veras me duele no
tener ya la primera edición de Los relámpagos
de agosto, obra que en 1964 ganó el Premio Casa de las Américas organizado,
como sabemos, en Cuba. Fue el libro con el que Ibargüengoitia pasó del teatro a
la narrativa y que pronto le redituó lectores y visibilidad ante la crítica. A
partir del 64, entonces, se dedicó a construir cuentos y novelas que lo mismo
jugueteaban con la historia mexicana que con sucesos escandalosos del
periodismo nacional, como pasó con Las
muertas.
Desde
Los relámpagos…, Ibargüengoitia
comenzó a ser identificado como escritor sarcástico. En efecto, y aunque alguna
vez leí, no recuerdo dónde, que rechazó la etiqueta de escritor inclinado a “lo
humorístico”, el enfoque de Los
relámpagos… abrió una puerta anchísima a su narrativa, tanto que de golpe
pasó a convertirse en uno de los autores mexicanos más dotados para abordar en
clave paródica nuestra realidad pasada y presente.
Ya
en la década de los sesenta se sabía que había tronado el discurso grave,
solemne, de los “herederos” de la Revolución. Los beneficiarios del poder
político y económico seguían orondos y muchos hablaban y escribían con tono
declamatorio, siempre con la gesta revolucionaria a flor de jeta como si en
realidad hubiera derivado en la salvación del país y no en bonanza de unos
cuantos.
Citado
por Luis Barrón en el ensayo “Los relámpagos críticos: la revolución de
Ibargüengoitia”, Sergio Pitol escribió que el también autor de Los pasos de López “se dedicó a leer la
abundante literatura de y sobre la Revolución mexicana, en especial las
memorias autoconsagratorias de los más famosos caudillos, donde todos los
logros y virtudes se los atribuían, modestamente, a sí mismos y los infinitos
fracasos y desastres a los demás, fueran sus cófrades o sus adversarios”.
El
general de División José Guadalupe Arroyo, protagonista de la novela, es
entonces un personaje tipo: en él quedan resumidos todos los paladines que
tarde o temprano expusieron en cualquier medio, sobre todo en libros de memorias,
la grandeza de sus actos (escrupulosamente descritos) y la abyección de sus
enemigos.
Cincuenta
años exactos han pasado desde la primera edición de Los relámpagos… El libro, pese al medio siglo escurrido en el
alcantarillado de ocho sexenios y pico, sigue teniendo vigencia, pues básicamente
nos dibuja que la historia es un objeto manipulable, un constructo a partir del
cual los grupos hegemónicos se autolegitiman y reformatean cada que lo
necesitan el mismo discurso justiciero y esperanzador.