“El hombre tiene más posibilidades de salvarse a través del infierno que del paraíso”, ha escrito Cioran, ídolo de las multitudes posmodernas y apóstol de la Negación. No le falta verdad: cuando uno piensa en homilías para los ricos o en santidades sin riesgo llega a la conclusión de que el primer y quizá único requisito que se necesita para salvarse es estar perdido, es habitar el abismo, es chacualotear de alguna forma en los inmensísimos mares de la inmundicia. La perfección se explica en automático, no requiere cronistas y como en el ser humano es muy escasa los lectores suelen verla con suspicacia, como si fuera falsa o efectista, si no es que de existencia imposible en el maltrecho pedazo de universo que nos tocó habitar.
Quizá es la narrativa el arte que con mayor libertad usa escafandras de palabras para bucear en las profundidades de la mierda. No por regodeo escatológico ni terriblismo obligado, sino porque permite a los creadores explorar las hondonadas del alma con el fin de explicar qué tipo de animales somos, por qué nos comportamos así, qué podemos hacer para no sufrir tanto o en qué medida es imposible librarnos del destino trágico que a todos nos espera aunque nos aplaquemos el horror, mientras tanto, con algún sedante religioso o material. La narrativa, a diferencia de otras formas de la exposición verbal o icónica, crea personajes que son fantasmas de un fantasma, el autor, cuya mayor licencia consiste en hacerlos caminar por el mundo de la imaginación para que nos expliquen, para que nos descifren, para que nos ayuden a sobrellevar el destino real, no menos ingrato que el vivido por los hombres hechos de palabras mejor conocidos como personajes. Eso es precisamente lo que se deja vislumbrar en los relatos de Alfredo Loera, escritor nacido en Torreón hacia 1983 y autor de Fuegos fatuos, libro de cuentos publicado por la UAdeC en la tercera serie de Escritores Coahuilenses Siglo XXI.
Recolector de huesos amarillentos y polvosos, de vidas quebradas por la desdicha, Loera ha formateado a su corta edad un conjunto de cuentos que sorprende por la fiereza de su punch. Si bien la vida enseña, querámoslo o no, a conocer de golpes y tropiezos, hay hombres como Loera que nacen con un chip para detectar las dolencias alojadas en el lado oscuro del corazón. Esto no se aprende así como así, en escuelas o con buenos consejeros; esto se trae, esto proviene de la cuna. Es el caso de Loera, quien ha sabido sacar jugo a su visión descarnada de la vida para urdir historias en las que peregrinan hombres y mujeres sin atributos, seres desfalcados de optimismo, espectros cuyo sentimiento trágico de la vida se expresa con gritos que retumban hacia adentro. Precoz espeleólogo de la desgracia, Loera nos lleva de la mano hacia los abismos de su imaginación y de allí salimos como renovados, como paradójicamente redimidos por el sacrificio de los otros para, de esa manera, anticipar rutas de escape.
Hagamos el cómputo de la edad que frisaba el autor al momento de curar la exposición de Fuegos fatuos. Si nació el 5 de julio del 83 y publicó el libro en enero de 2010 (a los 27 de su edad), es de suponer que estos cuentos fueron escritos entre los 24 y 25 años, si no es que un poco antes. Pues bien, esto es de resaltar porque escasos hombres de esa edad miran con tanto detenimiento el espectáculo del fracaso humano. A los veintitantos y tal vez todavía a los treinta y tantos, la vitalidad del cuerpo no deja que el alma se distraiga con pesadumbres, así que suele ser la etapa más propicia para el optimismo. Loera, con su antena captadora de desolación, comenzó temprano a percibir las vibraciones que lo llevaron a escribir cuentos con personajes que ni siquiera parecen de literatura mexicana, más cargada a frecuentar el lado dicharachero y festivo, ese lado que disuelve el desaliento en el ácido del humor. Las historias y los fantasmas que trajinan en las páginas de Fuegos fatuos parecen más arltianos, más scalabrineanos, más malleanos, más onettianos, más beneditteanos, más piglianos, es decir, más cercanos a la tristona narrativa rioplatense que a la carnavalesca ficción que solemos cocinarnos por acá. Un solo título de alguno de los libros acuñados en Buenos Aires, aunque no se trate exactamente de una narración sino de un ensayo, basta para ilustrar el parentesco, no sé si voluntario o involuntario, entre los cuentos de Loera con el clima típico del relato porteño: El hombre que está solo y espera, de Raúl Scalabrini Ortiz. En efecto, los escombros de hombres creados por el escritor lagunero parece que siempre están solos y parece que siempre esperan, que siempre están masticando el agrio (ni siquiera agridulce) bocado del tedio.
Loera estudió contabilidad y finanzas y egresó del diplomado de la Escuela de Escritores de La Laguna. Actualmente es becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en la Ciudad de México y en Fuegos fatuos nos ofrece seis cuentos con un catálogo de personajes abatidos y atmósferas enrarecidas. En la cuarta de forros, Édgar Valencia escribió que “Los personajes de Fuegos fatuos son oscuros, perdedores, entrañables y vivos; jóvenes sin esperanza cuya única diversión es tomar una cubeta de cervezas. Hay algo de lo más amargo del alcohol en estas páginas donde lo fantástico se justifica en la desesperanza y en la soledad de cada cuento”.
Aunque hay algunos con fleco fantástico a la manera dislocativa de Cortázar, los siento más realistas aunque, insisto, aborrascados, como velados por una niebla densa que en el caso de La Laguna puede ser nuestro no muy londinense polvo. Los sujetos se mueven en un ambiente gris como sus vidas y pasean su moral hecha jirones por bares, restaurantes, parques, vecindarios, hoteluchos, burdeles. Los protagonistas son, la mayoría, hombres, perros solitarios que mendigan compañía de mujeres, acostones, fajes que de todos modos no anulan la patética miserabilidad, como dijo Yrigoyen, de estos machos sin camino de retorno a la alegría.
Del grupo destacan, creo, “Aquella luz púrpura” (casi una noveleta más que un cuento), “Casandra” y “Falta de luto”, acaso el mejor de todos. El estilo tiene densidad metafórica aunque en ocasiones falle un poco, incluso la sintaxis por dificultades con el uso de la puntuación. Pecata minuta, nada que un poco de aseo editorial no pueda despejar. Lo importante es la fluidez de la prosa, el inframundo espiritual que sin exaltarse nos revela Alfredo Loera en sus historias. En todos los casos (“Falta de luto” es paradigmático en este sentido) el autor muestra dominio de un recurso caro en la cuentística, un recurso que Hemingway elevó a la categoría de precepto: la teoría del iceberg, el arte de la alusión, del decir sin decir. El autor de Por quién doblan las campanas lo resumió así: “Siempre trato de escribir teniendo en cuenta el principio del iceberg. Los siete octavos de su superficie están debajo del agua por cada pedazo que muestra. Todo lo que uno sabe que puede eliminar solamente refuerza el iceberg. Es la parte que no muestra nada” (traducción de Tatiana Calderón-Le Joliff). Loera lo domina no sé si por intuición o aprendizaje, aunque es lo mismo, pues lo importante es que pasamos por encima de sus cuentos a sabiendas de que abajo hay algo inexpresado y terrible, tan doloroso que basta mostrar la cáscara para imaginar la putrefacción de la pulpa.
El caso de Loera y sus Fuegos fatuos es una sorpresa para mí, pues su registro es anormal no sólo por su edad sino por el entorno cultural en el que se formó. Por aquí no es frecuente escribir en tono de lento cellístico. Loera lo tiene y eso, en vez de entristecerme o deprimirme, me alegra pues en él contamos con un Virgilio para transitar nuestros infiernos. (Texto leído ayer en la presentación de Fuegos fatuos celebrada en la Galería de Arte del TIM; ofrecí estas palabras junto al autor y Ruth Castro).