Catalina Vargas Frausto, mi madre, cumple hoy ochenta años. Cualquiera puede decir esto de la suya, y no soy ni deseo ser la excepción: estoy seguro de que ella es la mejor que pudo tocarme. He sido muy afortunado porque a mis 46 todavía la tengo. Como dicen las canciones, uno no aprecia lo que tiene hasta que falta. Por eso, pese a mis muchos errores y olvidos de hijo supuestamente duro, no quería dejar pasar este día sin dedicarle, por primera vez en 26 años que tengo de publicar, un ramo de palabras que sirva para decirle gracias en este momento a ella, que nunca me ha pedido nada, absolutamente nada, y lo ha dado todo por mí, por su marido, por sus otros seis hijos, por sus 17 nietos, por su bisnieto y por sus muchos conocidos y hasta desconocidos.
Por ello, si intentara hacer un retrato psicológico de mi madre empezaría por destacar un rasgo que todos le apreciamos: la generosidad. Por más que he buscado, no conozco a nadie como ella. Sé que hay muchas personas que practican igual o mayor desprendimiento, pero no las he tratado tan en corto. Vi y sigo viendo de cerca, eso sí, la manera sencilla que mi madre tiene para compartir lo que tiene. En mi infancia, en mi adolescencia y en mi primera vida adulta conviví en casa con mi numerosa familia. Mi padre trabajaba todo el día para mantener a su prole; cada semana pasaba el siempre misterioso “chivo” a mi madre y de allí doña Catalina se las ingeniaba, no sé cómo, para darnos bien de comer y para todo lo demás. Si contamos rigurosamente, fueron nueve bocas las que debió alimentar, es decir, durante muchos años hizo 27 platos de comida al día, con todo lo que esto implica. Era, por supuesto, comida sin arabescos, pero suficiente. A lo que quiero llegar es a esto: uno podría pensar que en esa circunstancia la madre protectora debía cuidar con celo hasta el último taco. Pues no. Como siempre en toda época y en cualquier lugar de México, oí en mi infancia cientos de toquidos a la puerta para mendigar un mendrugo de pan o lo que fuera. Asombrosamente, mi madre tenía y tiene la compasiva capacidad, sin pose de santa, de manera natural, sencilla, silenciosa incluso, de dar el taco a quien lo pedía. Con su paso cansino, innumerables veces la vi ir a la puerta, escuchar ruegos, regresar a su cocina y sacar de allí algo para los pedigüeños que se detenían en el umbral.
Si así era con los desconocidos, compartida y silenciosa, ya podemos imaginar cómo era, o es, con los conocidos. Pese a las estrecheces económicas propias de la vida en México y los muchos hijos, ella siempre hizo magia para tener comida, para que nunca faltara al menos un bocado compartible, casi como si tuviera reliquia de tiempo completo.
Otro rasgo que la define es la capacidad para trabajar. De haber nacido en este tiempo y de haber tenido oportunidades, creo que hubiera podido ser una incansable administradora. Casi toda la vida, sin embargo, trabajó en su casa, para su familia, lo que no es poco decir. Yo no la recuerdo de otra manera que no sea trabajando, haciendo algo para su esposo y para sus hijos. Sin quejarse, al menos sin quejarse estentóreamente, cierro los ojos y la veo siempre ir y venir en el pequeño espacio hogareño, callada y quizá con alguna tonada de bolero antiguo danzando en su memoria. Por el trabajal que le vi desempeñar, desde niño tomé la escoba que ya es parte de mi vida, mi ilusoria bici para el spinning doméstico, el único ejercicio físico que jamás he dejado de hacer. Para ayudar un poco, en 1973 o 74 le dije a mi madre que me encargaba de tener limpio el patio de la casa, que era particular, y gracias a la inercia adquirí una práctica casi doctoral de barrendero, lo que me asegura un oficio para sobrevivir si los afanes literarios no dan para más.
En general no es bien visto que quienes escriben salgan con evocaciones como ésta. A los escritores se les pide ahora no incurrir en baladas románticas ni en nada que se le parezca. Yo trato de respetar esa convención del gremio, pero hay veces que no se puede y cedo a la tentación de ser normal, de abrir las avenidas de la emoción para que fluya por ahí, tal cual, el sentimiento. No me sale, creo, pero así y todo no me apena confesar aquí que estoy orgulloso de mi madre, que he tratado sin éxito de ser bueno como ella y que nada agradezco más que su mirada, el permanente brillito de orgullo que no merezco de su parte. Gracias por todo y, como Paquito el del poema, perdón si la he regado, ma.
Por ello, si intentara hacer un retrato psicológico de mi madre empezaría por destacar un rasgo que todos le apreciamos: la generosidad. Por más que he buscado, no conozco a nadie como ella. Sé que hay muchas personas que practican igual o mayor desprendimiento, pero no las he tratado tan en corto. Vi y sigo viendo de cerca, eso sí, la manera sencilla que mi madre tiene para compartir lo que tiene. En mi infancia, en mi adolescencia y en mi primera vida adulta conviví en casa con mi numerosa familia. Mi padre trabajaba todo el día para mantener a su prole; cada semana pasaba el siempre misterioso “chivo” a mi madre y de allí doña Catalina se las ingeniaba, no sé cómo, para darnos bien de comer y para todo lo demás. Si contamos rigurosamente, fueron nueve bocas las que debió alimentar, es decir, durante muchos años hizo 27 platos de comida al día, con todo lo que esto implica. Era, por supuesto, comida sin arabescos, pero suficiente. A lo que quiero llegar es a esto: uno podría pensar que en esa circunstancia la madre protectora debía cuidar con celo hasta el último taco. Pues no. Como siempre en toda época y en cualquier lugar de México, oí en mi infancia cientos de toquidos a la puerta para mendigar un mendrugo de pan o lo que fuera. Asombrosamente, mi madre tenía y tiene la compasiva capacidad, sin pose de santa, de manera natural, sencilla, silenciosa incluso, de dar el taco a quien lo pedía. Con su paso cansino, innumerables veces la vi ir a la puerta, escuchar ruegos, regresar a su cocina y sacar de allí algo para los pedigüeños que se detenían en el umbral.
Si así era con los desconocidos, compartida y silenciosa, ya podemos imaginar cómo era, o es, con los conocidos. Pese a las estrecheces económicas propias de la vida en México y los muchos hijos, ella siempre hizo magia para tener comida, para que nunca faltara al menos un bocado compartible, casi como si tuviera reliquia de tiempo completo.
Otro rasgo que la define es la capacidad para trabajar. De haber nacido en este tiempo y de haber tenido oportunidades, creo que hubiera podido ser una incansable administradora. Casi toda la vida, sin embargo, trabajó en su casa, para su familia, lo que no es poco decir. Yo no la recuerdo de otra manera que no sea trabajando, haciendo algo para su esposo y para sus hijos. Sin quejarse, al menos sin quejarse estentóreamente, cierro los ojos y la veo siempre ir y venir en el pequeño espacio hogareño, callada y quizá con alguna tonada de bolero antiguo danzando en su memoria. Por el trabajal que le vi desempeñar, desde niño tomé la escoba que ya es parte de mi vida, mi ilusoria bici para el spinning doméstico, el único ejercicio físico que jamás he dejado de hacer. Para ayudar un poco, en 1973 o 74 le dije a mi madre que me encargaba de tener limpio el patio de la casa, que era particular, y gracias a la inercia adquirí una práctica casi doctoral de barrendero, lo que me asegura un oficio para sobrevivir si los afanes literarios no dan para más.
En general no es bien visto que quienes escriben salgan con evocaciones como ésta. A los escritores se les pide ahora no incurrir en baladas románticas ni en nada que se le parezca. Yo trato de respetar esa convención del gremio, pero hay veces que no se puede y cedo a la tentación de ser normal, de abrir las avenidas de la emoción para que fluya por ahí, tal cual, el sentimiento. No me sale, creo, pero así y todo no me apena confesar aquí que estoy orgulloso de mi madre, que he tratado sin éxito de ser bueno como ella y que nada agradezco más que su mirada, el permanente brillito de orgullo que no merezco de su parte. Gracias por todo y, como Paquito el del poema, perdón si la he regado, ma.