jueves, diciembre 09, 2010

Palabras de Vargas Llosa



He leído con atención el discurso leído por Mario Vargas Llosa el pasado día 7 en la ceremonia que enmarcó su recepción del Nobel de literatura 2010. En él contemplo énfasis que a toda provocación, por suerte, este escritor ha hecho sobre el valor de los libros, la lectura y la imaginación como soportes de la vida humana, de cierta vida humana. Claro que también hace otros, esos subrayados sobre los totalitarismos que agarran parejo e idealizan a la sociedad abierta que curiosa, extrañamente, es muy abierta y todo lo que se diga pero también clausura el porvenir a millones de millones de personas en el planeta.
Si no hay contradicción, me quedo con el Vargas Llosa que escribe como pocos, como nadie, sobre literatura, sobre la formación de un escritor en nuestras golpeadas repúblicas y sobre la mejoría del hombre cuando se vincula con el libro de ficción. En ese caso se adunan teoría y práctica, se concilia una idea de escritor latinoamericano y su consumada materialización en el propio Vargas Llosa.
Sobre estos temas quiero destacar algunas ideas del peruano. Creo que a todos los escritores, jóvenes y no tanto, pero sobre todo a los primeros, y más a los narradores, les sirven para orientar su esfuerzo y considerar irrebatible un aserto: en literatura el talento ayuda, pero más la terquedad, la disciplina, la combustión del deseo por atar palabras que luego serán cedidas al lector en forma de libro. Van unos highlights:
—Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de la Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida. Casi setenta años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabras de los libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y del espacio.
—La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura. Mi madre me contó que las primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía pues me apenaba que se terminaran o quería enmendarles el final. Y acaso sea eso lo que me he pasado la vida haciendo sin saberlo: prolongando en el tiempo, mientras crecía, maduraba y envejecía, las historias que llenaron mi infancia de exaltación y de aventuras.
—Si convocara en este discurso a todos los escritores a los que debo algo o mucho sus sombras nos sumirían en la oscuridad. Son innumerables. Además de revelarme los secretos del oficio de contar, me hicieron explorar los abismos de lo humano, admirar sus hazañas y horrorizarme con sus desvaríos.
—En esos años, escribir fue jugar un juego que me celebraba la familia, una gracia que me merecía aplausos, a mí, el nieto, el sobrino, el hijo sin papá, porque mi padre había muerto y estaba en el cielo. Era un señor alto y buen mozo, de uniforme de marino, cuya foto engalanaba mi velador y a la que yo rezaba y besaba antes de dormir. Una mañana piurana, de la que todavía no creo haberme recobrado, mi madre me reveló que aquel caballero, en verdad, estaba vivo. Y que ese mismo día nos iríamos a vivir con él, a Lima. Yo tenía once años y, desde entonces, todo cambió. Perdí la inocencia y descubrí la soledad, la autoridad, la vida adulta y el miedo. Mi salvación fue leer, leer los buenos libros, refugiarme en esos mundos donde vivir era exaltante, intenso, una aventura tras otra…
—Nada ha sembrado tanto la inquietud, removido tanto la imaginación y los deseos, como esa vida de mentiras que añadimos a la que tenemos gracias a la literatura para protagonizar las grandes aventuras, las grandes pasiones, que la vida verdadera nunca nos dará. Las mentiras de la literatura se vuelven verdades a través de nosotros, los lectores transformados, contaminados de anhelos y, por culpa de la ficción, en permanente entredicho con la mediocre realidad. Hechicería que, al ilusionarnos con tener lo que no tenemos, ser lo que no somos, acceder a esa imposible existencia donde, como dioses paganos, nos sentimos terrenales y eternos a la vez, la literatura introduce en nuestros espíritus la inconformidad y la rebeldía, que están detrás de todas las hazañas que han contribuido a disminuir la violencia en las relaciones humanas.