Hoy hace treinta años mataron a John Lennon. ¿Qué pasa en la mente cuando uno recuerda con toda claridad lo que ocurrió hace tanto tiempo? Porque treinta años son muchos años en la vida del hombre, acaso un poco menos de la mitad que al fin le son concedidos. Pues sí, han pasado tres décadas desde aquel 8 de diciembre de 1980 en el que los noticieros nos informaron que uno de los Beatles había sido acribillado en Nueva York. Aunque nunca fui fan de cantantes o grupos de ese tipo, la música de Lennon y sus cuates anduvo en la atmósfera que respiré en mi infancia y en mi adolescencia, así que resultaba imposible no quedar conmocionado ante la muerte del idolazo pop.
Recuerdo que poco después de aquella fecha, quizá en la navidad ya próxima, recibí una playerita blanca con mangas rojas. No valía un centavo, pero la conservé durante varios años por dos razones: porque la ropa debía durarnos mucho tiempo y porque esa prenda tenía en el pecho una imagen de Lennon, su nombre y las fechas 1940-1980. Yo tenía 16 años, estaba perdido en una especie de existencialismo babotas y reprobaba todas las materias de la prepa. No era por burro, creo, sino por desobligado. Sospecho que por aquellos años comencé a ver borrosamente una relación estrecha con los libros. Me gustaba ver tele, jugar fut en la calle, andar de vago con amigos más vagos e irresponsables que yo y en secreto, casi con vergüenza, leer.
Para esas épocas el mundo era sólo La Laguna. No para mí, sino para todos los camaradas que me topaba en la vida. Todavía lejos del internet y la avalancha globalifílica, muy pocos sabían algo de inglés y los contados que se preocupaban por el futuro jamás se imaginaban fuera del entorno doméstico. El mundo era nuestras calles, nuestros parques, nuestros camiones, nuestras escuelas. No había celulares, no había computadoras, no había narcos (o, si los había, nadie reparaba en ellos) y al Santos Laguna le faltaban tres años para nacer. Nos gobernaba José López Portillo y ya se sentía gacho la mordedura de las sucesivas crisis que poco después, con De la Madrid, iban a partirle la maceta a miles de economías familiares, incluida la de la mía. Por culpa de esos gobiernos me tocó andar (a muchísimos nos tocó andar) con una mano adelante y otra atrás, a rastras por la vida, sin un clavo para soñar con pantalones nuevos o una novia. A falta de novia y de internet, todavía circulaban en las escuelas y en los barrios, clandestinamente, las revistas adecuadas (como si dijéramos “de autoayuda”) para arrancarle a la existencia algunos mendrugos de satisfacción.
En la tele ocupaban la cúspide del rating el Chavo del Ocho, La Pantera Rosa y las muchas series policiales del Canal 5. Era una época en la que el América daba miedo y nadie podía anotarle más de dos. Es innecesario decir que el programa dominical de Chabelo ya existía, pues tiene al aire desde el Renacimiento a la fecha. Creo que todavía nos emocionábamos con los concursos internacionales de belleza y con el Festival OTI en el que oíamos y veíamos cantar a la crema de la crema nacional en la plenitud de su talento: Emmanuel, Napoleón, Yuri y un José José que por esos años interpretó “El triste” maravillosamente y sin despeinarse, pero no ganó. Como eran épocas de una sola tele en casa, sin cable y todavía sin videorreproductora, había por lo menos cierta unión familiar forzada, la parentalia se reunía los domingos y escuchaba con arrobo al simpatiquísimo Raúl Velasco que a dúo con Jacobo (era prescindible añadir el apellido Zabludowsky) daba línea en el entretenimiento y la información nacionales.
En Torreón todavía existía la zona de tolerancia (“la Zona”, así le decíamos tal vez para que el lugar pareciera más siniestro) y los jóvenes no íbamos al “antro”, que no existía como tal, sino que nos echábamos las chelas en alguna “disco” donde aún se bailaba a lo Travolta o en alguna casa para que el trago no saliera tan caro; usábamos el pelo con partido a la mitad y sin gel, así que nos peinábamos con la pura estática del cepillo. Las cantinas no dejaban entrar a las mujeres, eran sólo para rucos y allí se estacionaban nuestros padres cuando se ponían de acuerdo con sus pinches amigotes, según las sabias palabras de nuestras abnegadas mamases.
En fin, hace treinta años murió Lennon y tengo la impresión de que, por lo dicho, eso ocurrió el siglo, el obvio milenio pasado. Era otro mundo. Ya se veía feo, pero no tanto como éste.
Recuerdo que poco después de aquella fecha, quizá en la navidad ya próxima, recibí una playerita blanca con mangas rojas. No valía un centavo, pero la conservé durante varios años por dos razones: porque la ropa debía durarnos mucho tiempo y porque esa prenda tenía en el pecho una imagen de Lennon, su nombre y las fechas 1940-1980. Yo tenía 16 años, estaba perdido en una especie de existencialismo babotas y reprobaba todas las materias de la prepa. No era por burro, creo, sino por desobligado. Sospecho que por aquellos años comencé a ver borrosamente una relación estrecha con los libros. Me gustaba ver tele, jugar fut en la calle, andar de vago con amigos más vagos e irresponsables que yo y en secreto, casi con vergüenza, leer.
Para esas épocas el mundo era sólo La Laguna. No para mí, sino para todos los camaradas que me topaba en la vida. Todavía lejos del internet y la avalancha globalifílica, muy pocos sabían algo de inglés y los contados que se preocupaban por el futuro jamás se imaginaban fuera del entorno doméstico. El mundo era nuestras calles, nuestros parques, nuestros camiones, nuestras escuelas. No había celulares, no había computadoras, no había narcos (o, si los había, nadie reparaba en ellos) y al Santos Laguna le faltaban tres años para nacer. Nos gobernaba José López Portillo y ya se sentía gacho la mordedura de las sucesivas crisis que poco después, con De la Madrid, iban a partirle la maceta a miles de economías familiares, incluida la de la mía. Por culpa de esos gobiernos me tocó andar (a muchísimos nos tocó andar) con una mano adelante y otra atrás, a rastras por la vida, sin un clavo para soñar con pantalones nuevos o una novia. A falta de novia y de internet, todavía circulaban en las escuelas y en los barrios, clandestinamente, las revistas adecuadas (como si dijéramos “de autoayuda”) para arrancarle a la existencia algunos mendrugos de satisfacción.
En la tele ocupaban la cúspide del rating el Chavo del Ocho, La Pantera Rosa y las muchas series policiales del Canal 5. Era una época en la que el América daba miedo y nadie podía anotarle más de dos. Es innecesario decir que el programa dominical de Chabelo ya existía, pues tiene al aire desde el Renacimiento a la fecha. Creo que todavía nos emocionábamos con los concursos internacionales de belleza y con el Festival OTI en el que oíamos y veíamos cantar a la crema de la crema nacional en la plenitud de su talento: Emmanuel, Napoleón, Yuri y un José José que por esos años interpretó “El triste” maravillosamente y sin despeinarse, pero no ganó. Como eran épocas de una sola tele en casa, sin cable y todavía sin videorreproductora, había por lo menos cierta unión familiar forzada, la parentalia se reunía los domingos y escuchaba con arrobo al simpatiquísimo Raúl Velasco que a dúo con Jacobo (era prescindible añadir el apellido Zabludowsky) daba línea en el entretenimiento y la información nacionales.
En Torreón todavía existía la zona de tolerancia (“la Zona”, así le decíamos tal vez para que el lugar pareciera más siniestro) y los jóvenes no íbamos al “antro”, que no existía como tal, sino que nos echábamos las chelas en alguna “disco” donde aún se bailaba a lo Travolta o en alguna casa para que el trago no saliera tan caro; usábamos el pelo con partido a la mitad y sin gel, así que nos peinábamos con la pura estática del cepillo. Las cantinas no dejaban entrar a las mujeres, eran sólo para rucos y allí se estacionaban nuestros padres cuando se ponían de acuerdo con sus pinches amigotes, según las sabias palabras de nuestras abnegadas mamases.
En fin, hace treinta años murió Lennon y tengo la impresión de que, por lo dicho, eso ocurrió el siglo, el obvio milenio pasado. Era otro mundo. Ya se veía feo, pero no tanto como éste.