Sin tapujos, hay una relación directa entre enviciamiento televisivo y desapego de los padres por los hijos. No juzgo el mencionado desapego, pues yo mismo soy su víctima y causante al menos en el espacio familiar. Aunque uno no lo quiera, los hijos suelen recibir un suministro excesivo de pantalla televisiva ante la falta de opciones más atractivas, como el deporte o la lectura. Sé que es fácil solucionar el problema si no está uno en él, decir por caso que es necesario sacar a los niños a jugar en el parque, o comprarles libros para que se distraigan con algo más edificante, o compartir con ellos alguna actividad simple de la vida, como coleccionar insectos. Suena bello, es bello, pero no tan sencillo. La razón: la camelluna exigencia laboral y las condiciones actuales de inseguridad.
Metidos como estamos en la dinámica de la supervivencia, los padres de familia estándar apenas ajustamos con las horas laborables del día para juntar el chivo. Salvo quizá el domingo, y a veces ni eso, los otros días de la semana se van en un ajetreo ininterrumpido que impide lo que se ha dado en llamar “tiempo de calidad” para los hijos. No hay tiempo, y ya no pensemos siquiera si es de calidad o no. La mesa tiene dos sopas: o perseguimos la chuleta o perseguimos la chuleta, así que los pequeños están condenados a recibir, si tienen suerte, algún apapacho rápido, unas palabras de aliento en la noche y adiós, a dormir porque mañana el día sería igual de pesado.
En una época que ya me parece remota, los niños de todos los estratos salíamos a la calle, al menos al entorno del barrio o la colonia, y nuestros padres se olvidaban olímpicamente de nosotros. Claro que era riesgoso, que no faltaba que allí, en el exterior, halláramos vicios y problemas. Pese a ello, la mayor parte de la raza salía viva, se educaba a tirones para el futuro, aprendía juegos, hacía deporte callejero, descubría el mundo. Hoy eso es casi imposible, a menos que los padres sean inconcientes y muy laxos. La puerta de la casa, en suma, es la frontera entre la seguridad y el peligro, entre la tranquilidad y la zozobra. Por eso, los padres con un mínimo de precaución han, hemos, decidido atrincherar a los hijos pequeños y no tan pequeños en las paredes del hogar, para no estar luego lamentando ciertos descuidos.
De ahí proviene entonces la adicción a la pantalla. Los niños, los jóvenes de hoy, sin deporte y acaso con aburridos libros en casa no encuentran mejor opción que la tele o la computadora para emerger al mundo, para conocer lo que hay más allá del feudo familiar. Niños hay, lo sé, que han perdido prácticamente la capacidad de leer, en privado o en público, porque han pasado horas, días, años frente a pantallas que amoldaron sus cerebros a esfuerzos mínimos de concentración.
La violencia y la vida laboral actual provocan estragos que no se notan mucho, pero que están allí, minando desde sus cimientos el alma de la población. La sobredosis de tele y de internet, el abuso en el consumo de imágenes y sonidos facilones crea atrofias que luego los maestros no pueden enderezar en el salón de clases. Nuevamente, pues, el paquete mayor recae en los padres de familia, responsables más importantes de las deformaciones adquiridas por sus hijos y, también, los únicos que tal vez, con un esfuerzo titánico, casi como superhéroes, pueden hacer algo para que sus hijos no se vean secuestrados por la nana pantalla, por el ocio babeante de las caricaturas y los sitecoms.
Metidos como estamos en la dinámica de la supervivencia, los padres de familia estándar apenas ajustamos con las horas laborables del día para juntar el chivo. Salvo quizá el domingo, y a veces ni eso, los otros días de la semana se van en un ajetreo ininterrumpido que impide lo que se ha dado en llamar “tiempo de calidad” para los hijos. No hay tiempo, y ya no pensemos siquiera si es de calidad o no. La mesa tiene dos sopas: o perseguimos la chuleta o perseguimos la chuleta, así que los pequeños están condenados a recibir, si tienen suerte, algún apapacho rápido, unas palabras de aliento en la noche y adiós, a dormir porque mañana el día sería igual de pesado.
En una época que ya me parece remota, los niños de todos los estratos salíamos a la calle, al menos al entorno del barrio o la colonia, y nuestros padres se olvidaban olímpicamente de nosotros. Claro que era riesgoso, que no faltaba que allí, en el exterior, halláramos vicios y problemas. Pese a ello, la mayor parte de la raza salía viva, se educaba a tirones para el futuro, aprendía juegos, hacía deporte callejero, descubría el mundo. Hoy eso es casi imposible, a menos que los padres sean inconcientes y muy laxos. La puerta de la casa, en suma, es la frontera entre la seguridad y el peligro, entre la tranquilidad y la zozobra. Por eso, los padres con un mínimo de precaución han, hemos, decidido atrincherar a los hijos pequeños y no tan pequeños en las paredes del hogar, para no estar luego lamentando ciertos descuidos.
De ahí proviene entonces la adicción a la pantalla. Los niños, los jóvenes de hoy, sin deporte y acaso con aburridos libros en casa no encuentran mejor opción que la tele o la computadora para emerger al mundo, para conocer lo que hay más allá del feudo familiar. Niños hay, lo sé, que han perdido prácticamente la capacidad de leer, en privado o en público, porque han pasado horas, días, años frente a pantallas que amoldaron sus cerebros a esfuerzos mínimos de concentración.
La violencia y la vida laboral actual provocan estragos que no se notan mucho, pero que están allí, minando desde sus cimientos el alma de la población. La sobredosis de tele y de internet, el abuso en el consumo de imágenes y sonidos facilones crea atrofias que luego los maestros no pueden enderezar en el salón de clases. Nuevamente, pues, el paquete mayor recae en los padres de familia, responsables más importantes de las deformaciones adquiridas por sus hijos y, también, los únicos que tal vez, con un esfuerzo titánico, casi como superhéroes, pueden hacer algo para que sus hijos no se vean secuestrados por la nana pantalla, por el ocio babeante de las caricaturas y los sitecoms.