Imaginemos que hay una, dos, tres, cuatro autoridades con deseos de cumplir con su responsabilidad en un caso criminal; imaginemos que hay dos, tres, cuatro comunicadores con deseos de difundir los resultados verdaderamente comprobados en ese mismo caso criminal. Imaginemos ahora a dos, tres, veinte, cuarenta autoridades que por cualquier razón (ineptitud, corrupción, desidia, miedo…) no cumplen con su responsabilidad para aclarar el mencionado caso criminal. Imaginemos por último que hay veinte, cuarenta, cien comunicadores que por sacar la nota suman hipótesis y chismes a la difusión masiva de susodicho caso etcétera. En México ganan los segundos, gana el enredo irresoluble por abrumadora mayoría.
A la corta o a la larga, no hay caso criminal chico ni grande que en México dé siquiera la sensación de claridad. Todas las investigaciones de los sucesos siniestros emiten opacidad, la idea de que son un enredo intragable, nudos ciegos sin final feliz posible, lo que a la postre asienta definitivamente una certeza de irresolución, la imposibilidad de que cuadre aunque sea sólo una vez el armazón de la justicia.
Digo casos chicos y grandes no en función del dolor, pues todos duelen. Al decir chicos me refiero a las tragedias (secuestros, asesinatos, robos) que padecen las personas sin reflectores, los ciudadanos de a pie, es decir, los desaguisados que no tienen esperanzas de convertirse en dinamos de la voracidad mediática. La expectativa de justicia en esos casos es casi nula, pues muy probablemente los expedientes se enreden en el kafkiano dédalo de los trámites atorados o perdidos aunque medie por allí un billete que de todos modos no garantiza la eficiencia, como lo ha podido comprobar la señora Isabel Miranda de Wallace, quien en su lucha por dar con el paradero de su hijo ha tenido que invertir millones y convertirse en experta investigadora. Pero sin reflectores ni dinero, que dios ampare a las víctimas, o que las consuele, pues lo más probable es que primero llegue la resignación que la esquiva o inencontrable justicia.
Con cartel, con fama, con dinero, con medios encima, con todo a favor para dar con los responsables de un delito, siempre falla algo y la tragedia deriva en madeja que más vale arrinconar en el olvido. Es el caso Cabañas. Confieso que las primeras indagaciones del suceso, lo que dijo el procurador Mancera en los noticieros, sumado al video de los sospechosos junto al baño del Bar Bar, me dejaron la ingenua sensación de que el asunto no tenía vuelta de hoja. A dos semanas del balazo aquel, tras el cúmulo de pistas, videos, declaraciones, especulaciones, mentiras, verdades, acusados, exculpados, dimes y diretes, he asumido la seguridad de que por todo México rondan las investigaciones al estilo Caso Colosio: al enredo inicial se suman enredos, y al enredo resultante se le trepan más y más, de suerte que en unos cuantos días el desciframiento del enigma resulta peor de complicado que la lectura de la piedra de Rosetta.
Ante esto, por la certeza de que la maldición del enredo se hace presente en todas partes, lo mejor que puede ocurrirnos es que no nos ocurra nada. Si no, sólo queda el camino de la resignación ya que el de la justicia está vedado.
A la corta o a la larga, no hay caso criminal chico ni grande que en México dé siquiera la sensación de claridad. Todas las investigaciones de los sucesos siniestros emiten opacidad, la idea de que son un enredo intragable, nudos ciegos sin final feliz posible, lo que a la postre asienta definitivamente una certeza de irresolución, la imposibilidad de que cuadre aunque sea sólo una vez el armazón de la justicia.
Digo casos chicos y grandes no en función del dolor, pues todos duelen. Al decir chicos me refiero a las tragedias (secuestros, asesinatos, robos) que padecen las personas sin reflectores, los ciudadanos de a pie, es decir, los desaguisados que no tienen esperanzas de convertirse en dinamos de la voracidad mediática. La expectativa de justicia en esos casos es casi nula, pues muy probablemente los expedientes se enreden en el kafkiano dédalo de los trámites atorados o perdidos aunque medie por allí un billete que de todos modos no garantiza la eficiencia, como lo ha podido comprobar la señora Isabel Miranda de Wallace, quien en su lucha por dar con el paradero de su hijo ha tenido que invertir millones y convertirse en experta investigadora. Pero sin reflectores ni dinero, que dios ampare a las víctimas, o que las consuele, pues lo más probable es que primero llegue la resignación que la esquiva o inencontrable justicia.
Con cartel, con fama, con dinero, con medios encima, con todo a favor para dar con los responsables de un delito, siempre falla algo y la tragedia deriva en madeja que más vale arrinconar en el olvido. Es el caso Cabañas. Confieso que las primeras indagaciones del suceso, lo que dijo el procurador Mancera en los noticieros, sumado al video de los sospechosos junto al baño del Bar Bar, me dejaron la ingenua sensación de que el asunto no tenía vuelta de hoja. A dos semanas del balazo aquel, tras el cúmulo de pistas, videos, declaraciones, especulaciones, mentiras, verdades, acusados, exculpados, dimes y diretes, he asumido la seguridad de que por todo México rondan las investigaciones al estilo Caso Colosio: al enredo inicial se suman enredos, y al enredo resultante se le trepan más y más, de suerte que en unos cuantos días el desciframiento del enigma resulta peor de complicado que la lectura de la piedra de Rosetta.
Ante esto, por la certeza de que la maldición del enredo se hace presente en todas partes, lo mejor que puede ocurrirnos es que no nos ocurra nada. Si no, sólo queda el camino de la resignación ya que el de la justicia está vedado.