Los dolorosos sucesos del fin de semana han puesto en un predicamento, como nunca en este sexenio, al gobierno federal. Cierto que han sido muchas y muy variadas las formas del horror que como espectáculo siniestro hemos visto en el actual sexenio, pero lo ocurrido en Juárez y en Torreón casi simultáneamente son ya un hito del sexenio por más que Felipe Calderón mire hacia otro lado. Distintas voces se han pronunciado, por ello, a favor de un cambio radical en la política seguida por el calderonato para acabar, según él, con la enfermedad del narco.
El replanteamiento que viene, si es que viene un replanteamiento, ofrece cuatro salidas al feo túnel en el que fuimos metidos a la fuerza sólo para legitimar, mediante argumentos de plomo, a un gobierno que nació con fórceps y muy poco reconocido por la ciudadanía que en los hechos nunca perdonó el “haiga sido como haiga sido”. Más allá del pecado original vinculado a las urnas del 2006, el calderonato ha actuado a sus anchas y tras los acontecimientos del domingo está en la obligación de escuchar, ahora sí, el grito angustiado de la gente.
Muchos legisladores y analistas han declarado ya la urgencia de cambiar la ruta del combate al crimen organizado. Otros, menos quizá, se declaran a favor de la suspensión de las hostilidades hasta que no se tenga una garantía plena de victoria frente a la fuerza y la ferocidad de la delincuencia. El segundo camino es imposible de seguir, pues sería una declaración abierta de derrota que lamentablemente sólo conviene al bando criminal, no al gobierno ni a la ciudadanía.
Los derroteros a seguir, por tanto, son cuatro:
1. Continuar igual la llamada guerra contra el narcotráfico. Esta posibilidad asegura lo que ya hemos visto: palos de ciego que en el revoltijo ayuno de estrategia dan como resultado un ritmo sostenido y creciente de muertos por todas partes y de todos los frentes, esto con picos elevadísimos como los dos graficados el pasado fin de semana.
2. Agudizar la intensidad de la guerra bajo el mismo esquema desarrollado hasta hoy. El ritmo ascendente del número de muertos es una prueba irrefutable de que la lucha, tal y como ha sido emprendida, sólo abona muertes y desgaste. Incrementar la dureza de las medidas en el mismo sentido en el que van sólo escalaría el problema hacia una, perdón por el ingrato y lamentable neologismo, juarización del país.
3. Suspender la guerra. Como ya dije, sería un harakiri que por obvio es absolutamente inviable. De hecho, a estas alturas no conviene a nadie, menos a los Estados Unidos, país que ve con beneplácito el preservación de una guerra que sólo deja muertos de este lado del río Bravo.
4. Modificar el esquema de la guerra. No se trata sólo de bajar la intensidad de las hostilidades, sino de orientar mejor el sentido de la lucha y acompañarlo con medidas constructivas, no represivas. Dado que en el fondo es un problema económico, el rigor en el uso de la fuerza es lo de menos si no se apareja con la creación de oportunidades para los jóvenes, no sólo para los que ya se han involucrado en actos delictivos y caen presos, sino, igualmente o más, para aquellos que están en riesgo permanente de enredarse con la telaraña.
Es borroso el futuro de la mentada guerra. Lo definitivo es que no puede seguir así, pues hay mexicanos caídos por todos lados y es absurdo pensar que unos duelen y otros no.
El replanteamiento que viene, si es que viene un replanteamiento, ofrece cuatro salidas al feo túnel en el que fuimos metidos a la fuerza sólo para legitimar, mediante argumentos de plomo, a un gobierno que nació con fórceps y muy poco reconocido por la ciudadanía que en los hechos nunca perdonó el “haiga sido como haiga sido”. Más allá del pecado original vinculado a las urnas del 2006, el calderonato ha actuado a sus anchas y tras los acontecimientos del domingo está en la obligación de escuchar, ahora sí, el grito angustiado de la gente.
Muchos legisladores y analistas han declarado ya la urgencia de cambiar la ruta del combate al crimen organizado. Otros, menos quizá, se declaran a favor de la suspensión de las hostilidades hasta que no se tenga una garantía plena de victoria frente a la fuerza y la ferocidad de la delincuencia. El segundo camino es imposible de seguir, pues sería una declaración abierta de derrota que lamentablemente sólo conviene al bando criminal, no al gobierno ni a la ciudadanía.
Los derroteros a seguir, por tanto, son cuatro:
1. Continuar igual la llamada guerra contra el narcotráfico. Esta posibilidad asegura lo que ya hemos visto: palos de ciego que en el revoltijo ayuno de estrategia dan como resultado un ritmo sostenido y creciente de muertos por todas partes y de todos los frentes, esto con picos elevadísimos como los dos graficados el pasado fin de semana.
2. Agudizar la intensidad de la guerra bajo el mismo esquema desarrollado hasta hoy. El ritmo ascendente del número de muertos es una prueba irrefutable de que la lucha, tal y como ha sido emprendida, sólo abona muertes y desgaste. Incrementar la dureza de las medidas en el mismo sentido en el que van sólo escalaría el problema hacia una, perdón por el ingrato y lamentable neologismo, juarización del país.
3. Suspender la guerra. Como ya dije, sería un harakiri que por obvio es absolutamente inviable. De hecho, a estas alturas no conviene a nadie, menos a los Estados Unidos, país que ve con beneplácito el preservación de una guerra que sólo deja muertos de este lado del río Bravo.
4. Modificar el esquema de la guerra. No se trata sólo de bajar la intensidad de las hostilidades, sino de orientar mejor el sentido de la lucha y acompañarlo con medidas constructivas, no represivas. Dado que en el fondo es un problema económico, el rigor en el uso de la fuerza es lo de menos si no se apareja con la creación de oportunidades para los jóvenes, no sólo para los que ya se han involucrado en actos delictivos y caen presos, sino, igualmente o más, para aquellos que están en riesgo permanente de enredarse con la telaraña.
Es borroso el futuro de la mentada guerra. Lo definitivo es que no puede seguir así, pues hay mexicanos caídos por todos lados y es absurdo pensar que unos duelen y otros no.