jueves, febrero 18, 2010

L'Osservatore Rockmano



Conté hace no sé cuánto que en una plaza de Guadalajara de cuyo nombre no puedo acordarme muchos jóvenes instalan un mercado hippioso y/o darkoso y/o metaloso y/o jamaicoso que los sábados y domingos se atiborra de banda comprachácharas. Venden, sobre todo, esos adornos que gustan usar los hippiosos y/o darkosos y/o metalosos y/o jamaicosos, productos artesanales en su mayoría y por tanto sin marca. No exagero si digo que los artículos son ingeniosísimos, como unas carteras para “caballero” elaboradas con latas de aluminio cocacolero o tecatero. También hacen trencitas y colocan fierros en la cara y en las orejas, incluso tatuajes. Conocida mi granítica rancheridad, el mercado me entretuvo pero nada de lo que había allí logró interesarme, así que me sentí como oso polar en el Amazonas o chango en Groenlandia o político mexicano en congreso de ética, algo así.
Los objetos que tenían imágenes (como morrales, playeras, gorras y demás) se ajustaban a la estética macabrona que suelen gastarse los movimientos urbanos muy vinculados a la música inglesa y norteamericana. Demonios, calacas, signos esotéricos inentendibles para mi ignorancia de esas poderosas ciencias, dibujos con deliberada macuarrez y efigies de película gore desfilaron ante mis tímidos oclayos como chuletas de puerco frente a vegetariano. De todas las imágenes que vi, y fueron un montón, sólo recuerdo una con imborrable claridad: la que adornaba el pecho de una playera negra, el rostro de Juan Sandoval Íñiguez, arzobispo de la diócesis de Guadalajara. No tenía ninguna leyenda, ni siquiera el nombre del personaje, y el dibujo era de ese tipo de serigrafía muy bien definida en el registro de impresión. Por el lugar en el que la vendían, la playerita me pareció de una exquisita ironía, la más sutil forma de burlarse del gran inquisidor tapatío. No la imaginé puesta allí, a merced de los compradores, para rendir homenaje al cardenal famoso por tener bajo su control a la casta divina de la bella capital jalisciense. Era un signo del alto clero metido a la fuerza en el mundo del rock y sus variantes, con todo lo que esto conlleva en términos de mentalidad: drogas, sexo, libertad, oposición a lo establecido, es decir, eso que la iglesia de Roma ha tratado de cercar para que la juventud en éxtasis no extravíe el buen camino.
Han pasado muchos meses, casi dos años, desde que tuve aquella visión cómica-místico-musical del arzobispo presente en efigie en un mercado underground. Pensé que era una pincelada transgresiva, pero ayer me di cuenta de que tal vez no sea así, que la iglesia católica apostólica romana ya le cerró el ojito a la tribu más gruecsa de la urbe, esa bola de ménguaros rejegos que no han querido enderezarse por las malas y ahora tal vez, no sé, puede ser, a lo mejor, quién sabe, están siendo bombardeados subliminalmente para que vuelvan al redil de las buenas costumbres y del por mi culpa, por mi culpa y por mi gran culpa. ¿Por qué lo digo? Pues porque ayer se supo que L’Osservatore Romano, el periódico del Vaticano, elaboró su top ten de los mejores álbumes de pop y rock de la historia. Según los expertos sampetrinos (de Roma, no De las Colonias), la lista la encabeza Thriller, de Michael Jackson, seguido por The dark side of the moon, de Pink Floyd; Revolver, de The Beatles; Graceland, de Paul Simon, y Supernatural, de Carlos Santana. Tras esto, ya imagino a Sandoval Íñiguez, cual hoolligan hectorsuarezco, gritando a todo gaznate el inmortal y destemplado “¡Queremos roooooock!”.