Tengo la extraña sospecha de que los aironazos con obstinado polvo le añaden a La Laguna un aspecto marcadamente más miserable del que ya de por sí tiene. Y no es por echarle carrilla gratuita a la comarca que creo amar y es, para bien o para mal, más para mal que para bien, el único lugar del mundo donde pasaré mi infancia, la etapa más importante de la vida, según los mineros del psicoanálisis. Porque me vaya a donde me vaya, si es que me voy, La Laguna ya está en mi plebeya sangre, fatalmente, así que me he obligado a querer, así sea con refunfuños diarios, a esta región donde si no pertenecemos a una casta divina y hamponil, suelen erosionarse las ilusiones que alguna vez hayamos abrazado, sobre todo si son literarias.
Una y otra vez, a cada convivencia amistosa y familiar, veo que salta un obsesivo tema de conversación: mientras en otras partes hay una clara disposición política y social hacia el orden y el aseo, en La Laguna tenemos la anómala costumbre de esforzarnos por parecer, digámoslo suavemente, para no ofendernos, mugrosos. Caray, qué ciudades tan puercas, qué ciudadanos tan tiradores de cuanto frasco, bolsa de papitas, caja de cigarros, lata de refresco, bolsa de supermercado, escoria de comida chatarra y demás nos llega a las manos. Somos incapaces —me incluyo como el imperdonable marrano que soy, para que vean que hay autocrítica— de buscar un basurero, de guardar la mugre cierto rato mientras vamos en el coche. Es un espectáculo desolador, por ello, ver nuestras calles eternamente invadidas de inmundicia, de ahí que todo terregal (se dice “terregal”, palabra aguda, no “térregal”, esdrújula, como la pronuncia esa nueva ola de directores juanorolescos que de repente nos invadió con filmes esnobs, películas de juniorcillo metido a realizador con sensibilidad exprés para entender el Gran Rollo de la pobreza) agudice la sensación de pinchedumbre en la que nos movemos.
Por eso desde esta página les pido a nuestros visitantes de la semana sin labores (para algunos: yo tengo que escribir quiera o no quiera) que nos perdonen el cochinero; si el clima les deja en el paladar la sensación lijosa de quien muerde y traga polvo, agarren la onda, nos rodean llanuras secas que esperan todo el año para ensañarse durante estos meses ajenos por completo a la belleza, para tratarnos peor que a emos en Querétaro.
Ahora que, si no hay remedio y las familias forasteras se animan a pasear por nuestros espacios públicos, ahí tenemos el bosque Venustiano Carranza, el mayor ejemplo de fealdad y sitio donde todo verdor perecerá. Una linda oportunidad para gozar con el horror se abre los lunes en la mañana, cuando el bosque amanece tapizado por la basura que dejan los visitantes de la tarde dominical. No quiero imaginar lo escalofriante que deben ser las madrugadas en el Venustiano, con tantos residuos de comida tirada en todos los rincones del más grande “pulmón” torreonense. ¿Cómo cuántas ratas han de “bañarse” (en el sentido lagunero del verbo bañar) con el bufet de inmundicias que les ofrecemos? Han de estar bien gordas, además de orgullosas por convivir con una sociedad tan solidariamente guarra.
Hace un par de días quise leer al aire libre y escogí la plaza que me queda más a la mano: la del Eco, en la colonia Ampliación Los Ángeles. Si hay un espacio público sin la menor higiene, es éste, y al verlo sólo pude hallarle un equivalente: el bosque. Varios niños se divertían en los jueguitos, se revolcaban y convivían con la basura como si fueran políticos mexicanos en la Cámara. Los jueguitos de lámina, con filos oxidados, cochambrosos, eran usados sin conciencia por los pequeños. El aironazo arreció y el polvo le dio al lugar un aspecto de videoclip gore. Después de todo no estaba tan mal, pensé. Esos niños desarrollarán anticuerpos que los harán inmunes hasta al ántrax; si a eso le suman tacos de tripas o de hígado encebollado o de barbacoa que todavía ladra, nada los doblegará en el futuro. La supervivencia de nuestra raza cósmica está garantizada.
Bienvenidos pues a La Laguna: un paraíso para el diablo.