sábado, marzo 22, 2008

Muchos semos emos



Frente a los poderes económico y político, muchos, la mayoría, semos emos. Lo semos no porque usemos flecos ala de cuervo, no porque tengamos apariencia andrógina, no porque andemos todo el tiempo en pose lánguida y no porque nos agredan físicamente en una plaza, sino porque gracias a otros mecanismos más sutiles e imaginativos se ejerce una violencia sistemática y tatuada en nuestras conciencias como algo normal. Todos los días, todas las horas de todos los días, hay agresiones y los agredidos suelen no tener foros explícitos para quejarse. Los emos que no son emos pero son tratados casi como emos queretanos, pues, suelen ser invisibles a esa gran constructora de realidades llamada televisión. No semos noticia. Casi no semos nada, salvo, si bien nos va, consumidores de todo lo que nos pongan adelante.
Cierto que merece absoluto repudio cualquier ofensa física contra los emos. Más: no es admisible cualquier ofensa física contra nadie, llámese emo, mujer, niño, anciano, punketo, gay, preso, obrero, musulmán, ateo, etcétera. Admitirla contra alguien es abrir la puerta a cavernarismos que, se supone, fueron rebasados tras la incorruptible Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. En eso no podemos transigir, aunque suene anticuado recordar que la tolerancia es uno de los tantos signos que distinguen a la civilización, si es que alguna vez la hemos alcanzado.
Absurdo, me parece, es discriminar a alguien por su apariencia, marginarlo por el cascarón y llegar a sobajarlo. Tan absurda me parece esa actitud como la de creer que tras la facha de un emo (o lo que sea) se esconde algo más que inofensiva vacuidad. ¿Qué puede haber debajo de un emo o un punk más allá de su simple apariencia? ¿A poco en verdad creemos que con la pura vestimenta van a cambiar algo? El que tienen es, si acaso, un mínimo espacio de libertad (para travestirse) acotada, controlada, inducida por el mercado y los media. Si en verdad fueran algo más que eso, tal vez revolucionarios con algún propósito subvertor, los conservadores tendrían motivo para alarmarse; pero no es así: los emos (y los punketos y los darketos y los metaleros y los cholos) no buscan nada más o menos orientado en la lógica de oposición al poder con el fin de arrebatárselo. Son, pues, más allá de que su aspecto pueda disgustar, inofensivos aunque se crean contestatarios, de ahí que por tolerancia y tedio ante lo supuestamente distinto deban ser, más que atacados, ignorados. La indiferencia, señores de la vela perpetua, es el mejor tónico contra el susto ante la rebeldía sin cafeína. “La juventud —dice la archimanida sentencia de Shaw— es una enfermedad que se quita con los años”. Nada más cierto, al menos, en el caso de las modas importadas de Inglaterra y Estados Unidos (y ahora también, un poco, de Japón). Esto significa que un emo, como un hippiteca, no será emo toda su vida. Es tan literalmente epidérmica su rebeldía que ya llegará el momento de arrumbar el disfraz para instalarse detrás del escritorio o del torno y producir y mantener a una familia, que es donde lo quiere ver el Poder cuando el polluelo alcance la mayoría de edad. No hay, pues, emo que dure cien años ni adulto que pueda aguantar el ridículo de llegar a una oficina con los ojos pintados de amatista y cara de quien no desea chambear a madres para cumplir con los estándares nipones de calidad total.
Pero decía al principio de mi alegato a favor de la tolerancia a la banalidad de los disfraces juveniles que muchos, más de los que imaginamos, son (o semos) emos. Mientras escribo, por ejemplo, veo caminar a una familia de tarahumaras. ¿Los (h)emos integrado alguna vez a la mesa de nuestros hogares para que sepan que son iguales a nosotros? ¿Se han quejado alguna vez en Televisa porque los mestizos los volteamos a ver con asco? Pienso en la chica de la maquiladora: ¿alguna vez se han apiadado sus patrones por el embarazo que la atribula? Pienso en los niños de las barriadas: ¿alguna vez llegó Mouriño a convivir con ellos para sembrarles una esperanza en el corazón? Muchos semos, o son, emos, insisto, y mientras no haya un cambio radical así seguir-emos.
Pero semos inofensivos. El Poder puede dormir tranquilo.