Esta es la mejor idea que he tenido en mi vida, y la puedo resumir en tres palabras: necesito un empresario. Muchos que me conocen saben de mi lamentable tendencia a bromear, pero lo que quiero explicar aquí es lo más serio que diré en mi vida: necesito un empresario. De hecho, en el fondo no es una idea muy original, pues debajo de ella palpita la antigua institución del mecenazgo, del patrocinio que los poderosos de antaño le obsequiaban a quienes dedicaron sus días a desarrollar actividades artísticas o científicas. Paso a describir los detalles de mi propuesta. Pronto llegaré a los 44 de edad. En septiembre de 2008 cumplieré 25 años de escribir y publicar ininterrumpidamente. No sé cuántas páginas de libros he tenido que leer para mascullar lo poco que sé, e ignoro cuántas cuartillas malas, pésimas y regulares he escrito. Una estimación bastante laxa me permite determinar que, a dos cuartillas escritas por día, dentro de poco habré perpetrado poco más de 18 mil. Digamos que exagero, que he escrito la mitad de eso: o sea, cerca de nueve mil. Si sigo a tal ritmo, y si, como creo y deseo, vivo hasta los sesenta años (cuarenta años dedicados a escribir), al final de mi vida habré puesto a circular cerca de treinta mil cuartillas (a dos cuartillas por día durante cuarenta años; 40x365x2 = 29200 cuartillas); ahora que, si fue la mitad (una cuartilla diaria) el resultado es de casi quince mil cuartillas (40x365 = 14600 cuartillas). Perdón por tanta aritmética, pero en ella me amparo para tratar de demostrar que, así sea con deficiencias y limitaciones, soy un terco del oficio.
Los números, empero, no dicen gran cosa si no los acompaño de un mínimo contexto: lo que he escrito ha sido gestado siempre en condiciones, si no desfavorables, sí incómodas. Dado que escribir no es una actividad muy lucrativa, he trabajado siempre en talachas aledañas: editar, dar clases, presentar libros, coordinar talleres. He mantenido pues, con decoro y medianía, la vocación, y si bien el trajín no ha estado mal, todo pudo ser más sencillo y con la corriente a favor. Es lo que ahora intento proponer: si en los 16 años de vida que me quedan logro borronear tres cuartillas diarias con mayor tranquilidad, la suma en ese lapso no sólo podrá ser más alta, sino cualitativamente más decorosa (16x365x3 = 17520). Para lograrlo, sin embargo, es menester desembarazarme de las ocupaciones satelitales, dedicarme al cien por ciento a escribir. He allí el meollo de mi aviso clasificado en el desierto.
No recuerdo si fue Bukowski o Herry Miller quien afirmó que la noción del arte producido estrictamente entre carencias (de tiempo, sobre todo) era valiosa o defendible. Nada de eso: el arte, como actividad desempeñada en el silencio y la soledad, requiere una serie de elementales satisfactores. De no ser así, es necesario que uno sea Cervantes o Destoyevski para poder escribir. Como no es mi caso ni de lejos, yo sí requiero lo básico para poder hilvanar párrafos. Si no lo consigo, me distraeré en la supervivencia, produciré mucho menos y sentiré que el tiempo avanzará sin sacar adelante lo que deseo.
Vuelvo pues a la idea que quiero plantear: necesito un empresario con mucho dinero para que patrocine mi carrera durante los diez o 16 años que me restan. Lo planteo con humildad y a sabiendas de que, en general, he tenido una nula o mala relación con el empresariado. Creo, sin embargo, que habrá alguno indulgente y sensible a las letras, y lo que le solicito no es una dádiva, sino un negocio, un negocio que parte de una dinámica que los empresarios conocen bien: la de anunciar productos. Si todos ellos hacen publicidad a lo que fabrican y siempre con el sobrentendido de que sus bienes y servicios son “los mejores”, ¿por qué un escritor no tiene derecho a anunciar como algo digno lo único que tiene? Así pues, de ser escuchada esta propuesta la ganancia de mi socio será figurar en mis venideros libros como patrocinador. De funcionar, el negocio le hará sacrificar algunos pesos, pero ganar el prestigio social de haber auspiciado a un escritor, tal y como hoy se estila cuando un artista o académico agradece a las instituciones que lo respaldan. Muchos empresarios, inquietos en su vejez por haber participado sólo en el mercado de las llantas o los abarrotes, podrían mitigar en algo el temor a herederos malagradecidos o a yernos voraces y refundar la hermosa institución del mecenazgo. No es difícil: sólo es cuestión, insisto, de sacrificar algunos pesos de sus pingües fortunas, levantar el teléfono o mandar un mail y reunirse conmigo para acordar los términos contractuales de la sociedad que les planteo.
Señores empresarios: escucho sus ofertas. Nomás no se amontonen.
Los números, empero, no dicen gran cosa si no los acompaño de un mínimo contexto: lo que he escrito ha sido gestado siempre en condiciones, si no desfavorables, sí incómodas. Dado que escribir no es una actividad muy lucrativa, he trabajado siempre en talachas aledañas: editar, dar clases, presentar libros, coordinar talleres. He mantenido pues, con decoro y medianía, la vocación, y si bien el trajín no ha estado mal, todo pudo ser más sencillo y con la corriente a favor. Es lo que ahora intento proponer: si en los 16 años de vida que me quedan logro borronear tres cuartillas diarias con mayor tranquilidad, la suma en ese lapso no sólo podrá ser más alta, sino cualitativamente más decorosa (16x365x3 = 17520). Para lograrlo, sin embargo, es menester desembarazarme de las ocupaciones satelitales, dedicarme al cien por ciento a escribir. He allí el meollo de mi aviso clasificado en el desierto.
No recuerdo si fue Bukowski o Herry Miller quien afirmó que la noción del arte producido estrictamente entre carencias (de tiempo, sobre todo) era valiosa o defendible. Nada de eso: el arte, como actividad desempeñada en el silencio y la soledad, requiere una serie de elementales satisfactores. De no ser así, es necesario que uno sea Cervantes o Destoyevski para poder escribir. Como no es mi caso ni de lejos, yo sí requiero lo básico para poder hilvanar párrafos. Si no lo consigo, me distraeré en la supervivencia, produciré mucho menos y sentiré que el tiempo avanzará sin sacar adelante lo que deseo.
Vuelvo pues a la idea que quiero plantear: necesito un empresario con mucho dinero para que patrocine mi carrera durante los diez o 16 años que me restan. Lo planteo con humildad y a sabiendas de que, en general, he tenido una nula o mala relación con el empresariado. Creo, sin embargo, que habrá alguno indulgente y sensible a las letras, y lo que le solicito no es una dádiva, sino un negocio, un negocio que parte de una dinámica que los empresarios conocen bien: la de anunciar productos. Si todos ellos hacen publicidad a lo que fabrican y siempre con el sobrentendido de que sus bienes y servicios son “los mejores”, ¿por qué un escritor no tiene derecho a anunciar como algo digno lo único que tiene? Así pues, de ser escuchada esta propuesta la ganancia de mi socio será figurar en mis venideros libros como patrocinador. De funcionar, el negocio le hará sacrificar algunos pesos, pero ganar el prestigio social de haber auspiciado a un escritor, tal y como hoy se estila cuando un artista o académico agradece a las instituciones que lo respaldan. Muchos empresarios, inquietos en su vejez por haber participado sólo en el mercado de las llantas o los abarrotes, podrían mitigar en algo el temor a herederos malagradecidos o a yernos voraces y refundar la hermosa institución del mecenazgo. No es difícil: sólo es cuestión, insisto, de sacrificar algunos pesos de sus pingües fortunas, levantar el teléfono o mandar un mail y reunirse conmigo para acordar los términos contractuales de la sociedad que les planteo.
Señores empresarios: escucho sus ofertas. Nomás no se amontonen.