En Torreón nadie pisará la cárcel por obra pública mal hecha. Nadie. Nunca. Si dejamos caer una manzana al suelo, puede ser que alguna vez, en varios millones de intentos, la fruta no caiga y ponga en entredicho la ley de la gravedad; la ley de la impunidad por obra pública mal hecha, en cambio, nunca falla: por años, la labor de pavimentación, recarpeteo, introducción de drenaje, reparación de colectores, bacheo y todo lo que se le parezca ha quedado mal en muchas áreas de la ciudad y nadie ha sido castigado por ello. En este sentido, la obra cumbre de la impunidad, todos lo sabemos, es el DVR. Sus autores andan libres, felices y gozando las mieles del saqueo mientras a muchos ciudadanos nos amenazan con embargos porque adeudamos a recaudación 500 pinchurrientos pesos.
Un caso modelo de la infinita sangría que padecen las arcas públicas por concepto de agujeramiento asfáltico es el bulevar Constitución. Por décadas, esta vía nacida con intensos dolores de parto, casi abortada en su momento por la rapiña de terrenos y bautizada desde su inauguración como “El Chorrito” (porque se hace grandote y se hace chiquito, como dice la prestigiada canción de Cri-Cri), ha padecido recurrentes, casi diarios ajustes y excavaciones con maquinaria pesada. Tanto es así que los ciudadanos ya ni siquiera sabemos para qué andan otra vez allí los escarabajos amarillos: simplemente mentamos una madre, damos un rodeo, buscamos una salida pronta y listo, al demonio con esas obras que seguramente acabarán para volver a comenzar en el momento menos pensado. Así ha sido y así será, por los siglos.
Eso para los ciudadanos que sólo tenemos la desgracia de transitar por allí. Nosotros podemos pasar de largo, y la molestia dura hasta que encontramos una ruta de escape provisional a los embotellamientos. Pero, ¿y los residentes en el bulevar? ¿Y todos los comerciantes que allí tienen sus negocios? Pobres. Los compadezco. Muchos han vivido en ese bulevar durante veinte, veinticinco años y lo que podrían contarnos: trenio que pasa, trienio que perpetra una obra, y este cuatrienio no iba a ser la excepción. Si las maldiciones egipcias de verdad existen, ésta es una de ellas. Los ciudadanos saben de qué hablo. Ya nomás empiezan a bufar las máquinas afuera de sus casas o del negocios, y malo, nuestras autoridades van a beneficiarlos otra vez. El resultado es el mismo: unos meses, tal vez unos años de paz, pero no pasa mucho tiempo para que vuelvan las oscuras golondrinas con retroexcavadora a posarse sobre el bulevar de los sueños rotos.
Las obras, de todos modos, no solucionan mucho, al menos nada que parezca realmente definitivo. Si llueve, de todos modos vuelve a inundarse; a la menor provocación regresan también los baches y a veces los hoyos al infierno tan temido, y en materia de fetideces nadie ignora que el cruce del Constitución y Salvador Creel, baste un ejemplo con inolvidable buqué de añejamiento, siempre nos hará gozar un exquisito aroma a cajeta no precisamente de Celaya.
Los ciudadanos sin rostro sabemos que la obra pública es una fuente inagotable de transas, una mina de oro basada en el uso sistemático del chapopote y la grava. Un conocedor me dijo alguna vez, con pleno conocimiento del tema, que hacer obra buena y duradera le conviene a los habitantes del municipio, pero no a quienes ocupan carteras importantes en las áreas de la administración encargadas de ver por el drenaje, la conducción del agua y la pavimentación, por eso el empeño en reemprender ad nauseam (en el caso del drenaje literalmente ad nauseam) estos peculiares beneficios a la comunidad.
El bulevar Constitución es la joya de esta dinámica. Lo han estado perforando desde hace algunas semanas, y las obras han avanzado por tramos. Terminada esa labor, ya veremos que no pasarán muchos años para que volvamos a padecer la misma tropelía. El chiste es dejar las calles como obleas, siempre listas para descomponerse y demandar el trabajo urgente de funcionarios y particulares que planean, diseñan y operan en la oscuridad. El negocio no está en arreglar, sino en dejar siempre abierta la posibilidad de que el simulacro continúe.