Las vacaciones le dejan margen a mi ocio y no hallo en qué banalidades entretener a la imaginación. Como suelo no participar de los festejos navideños (salvo en la compra de tres regalos ineludibles), distraigo los ratos muertos en lecturas rezagadas o en escritura de calistenia, de poca exigencia y suficiente diversión. Es un proceso extraño: las ideas aparecen y escribo sin detenerme mucho a ver qué tanto sirve lo que va apareciendo en el monitor. Así me ocurrió el martes de esta semana: no sé de dónde apareció la idea de un librito con estampas biográficas futboleras. Llevo cinco, y el título tentativo general de las veinte que deseo escribir es el mismo que encabeza esta entrega. Me referiré por ahora a jugadores extranjeros para luego, si el rollo funciona, hacer una tanda con mexicanos. Ofrezco dos a ver si van gustando al menos a los aficionados de cuarenta años para arriba, público al que busco en este caso:
Ítalo Estupiñán
Lo que más destacaba de su físico era la cabeza: usaba un african look que se movía en las áreas enemigas como martillo a punto de golpear. Parecía un Jackson Five con pantaloncillo blanco y casaca de fuego. Lo recuerdo de complexión delgada, muy fibroso, ágil, de movimientos felinoides. Por esa virtud, precisamente, y por el color de su pellejo, no pasó mucho tiempo para que lo bautizaran “La pantera salvaje”. Era un cazador implacable, de esos que no dan pelota por perdida y que llegan a sus citas siempre a tiempo para anidar balones en la red. Llegó a nuestro país, proveniente de su natal Ecuador, en 1974, y quedó campeón en su primera temporada. De hecho, el anotó el tanto con el que Toluca le ganó 1-0 a los Panzas verdes de León en una final reñidísima, de cerrojos. De todo lo que me viene a la mente cuando escucho su sonoro e inmortal nombre, hay una jugada penosa: Estupiñán va por una pelota dividida y frente a él está Miguel Marín, arquero de la máquina cruzazulina. Ambos llegan parejos al esférico, Marín mete las manos e Ítalo acomete con un fiero patadón. Al final no hubo gol, y el portero de Cruz Azul quedó fracturado. Desde entonces, Ángel Fernández, quien había motejado a Marín como el Supermán, rebautizó al ecuatoriano; le puso un apodo sublime: “El hombre de la kriptonita”. Además del Toluca, Estupiñán vistió las casacas del América, del Puebla y de un equipo pronto desaparecido y de inquietante nombre: Atletas Campesinos; su logotipo era un tractor: y así jugaban.
Lo que más destacaba de su físico era la cabeza: usaba un african look que se movía en las áreas enemigas como martillo a punto de golpear. Parecía un Jackson Five con pantaloncillo blanco y casaca de fuego. Lo recuerdo de complexión delgada, muy fibroso, ágil, de movimientos felinoides. Por esa virtud, precisamente, y por el color de su pellejo, no pasó mucho tiempo para que lo bautizaran “La pantera salvaje”. Era un cazador implacable, de esos que no dan pelota por perdida y que llegan a sus citas siempre a tiempo para anidar balones en la red. Llegó a nuestro país, proveniente de su natal Ecuador, en 1974, y quedó campeón en su primera temporada. De hecho, el anotó el tanto con el que Toluca le ganó 1-0 a los Panzas verdes de León en una final reñidísima, de cerrojos. De todo lo que me viene a la mente cuando escucho su sonoro e inmortal nombre, hay una jugada penosa: Estupiñán va por una pelota dividida y frente a él está Miguel Marín, arquero de la máquina cruzazulina. Ambos llegan parejos al esférico, Marín mete las manos e Ítalo acomete con un fiero patadón. Al final no hubo gol, y el portero de Cruz Azul quedó fracturado. Desde entonces, Ángel Fernández, quien había motejado a Marín como el Supermán, rebautizó al ecuatoriano; le puso un apodo sublime: “El hombre de la kriptonita”. Además del Toluca, Estupiñán vistió las casacas del América, del Puebla y de un equipo pronto desaparecido y de inquietante nombre: Atletas Campesinos; su logotipo era un tractor: y así jugaban.
Jerónimo Barbadillo
Peruano, Jerónimo Barbadillo, alias El Patrulla, era en realidad, más que un jugador de futbol, lo que su sobrenombre quería expresar: se desempeñaba por la banda con gran velocidad, como patrulla al acecho del gol. Llegó a los Tigres de la Universidad de Nuevo León en 1977, jugó con ellos cinco años y anotó sesenta goles. Pero más allá de esos números, El Patrulla hizo cientos de diabluras como extremo volador. Tantas que su nombre se convirtió en sinónimo de héroe para la fanaticada de los felinos universitarios, público que ha tenido muchas estrellas, pero siempre con tan mala suerte que no brillan al calzar el jersey auriazul. Eso no pasó con Barbadillo, quien desde su arribo a los Tigres se convirtió en el ídolo que el graderío necesita para confiar, para soñar. Aunque tenía gol (su promedio fue, en México, de poco más de diez tantos por campaña), su característica más sobresaliente era la capacidad casi franciscana para servir, en su caso, centros a la olla, siempre con ventajas para el rematador. Su habilidad era temible, pues a su pericia para controlar el balón y gambetear, sumaba una rapidez muy bien controlada, pues sabía administrar su marcha hasta la línea de fondo, nunca se ahogaba y hacía centros letales. Por si fuera poco, El Patrulla tuvo compañeros que le dieron al equipo neoleonés un sello recordado hasta el momento. Sus principales secuaces en el campo fueron Tomás Boy, Sergio Orduña, Alfredo El Alacrán Jiménez y un eficaz y talentoso grandulón uruguayo de imborrable memoria: Walter Daniel Mantegaza. Barbadillo terminó, con éxito, su carrera en Italia; allá jugó para el Avellino y el Udinese, donde se retiró. Vale decir que durante varios años el número 7 de El Patrulla fue retirado del equipo tigre.
Peruano, Jerónimo Barbadillo, alias El Patrulla, era en realidad, más que un jugador de futbol, lo que su sobrenombre quería expresar: se desempeñaba por la banda con gran velocidad, como patrulla al acecho del gol. Llegó a los Tigres de la Universidad de Nuevo León en 1977, jugó con ellos cinco años y anotó sesenta goles. Pero más allá de esos números, El Patrulla hizo cientos de diabluras como extremo volador. Tantas que su nombre se convirtió en sinónimo de héroe para la fanaticada de los felinos universitarios, público que ha tenido muchas estrellas, pero siempre con tan mala suerte que no brillan al calzar el jersey auriazul. Eso no pasó con Barbadillo, quien desde su arribo a los Tigres se convirtió en el ídolo que el graderío necesita para confiar, para soñar. Aunque tenía gol (su promedio fue, en México, de poco más de diez tantos por campaña), su característica más sobresaliente era la capacidad casi franciscana para servir, en su caso, centros a la olla, siempre con ventajas para el rematador. Su habilidad era temible, pues a su pericia para controlar el balón y gambetear, sumaba una rapidez muy bien controlada, pues sabía administrar su marcha hasta la línea de fondo, nunca se ahogaba y hacía centros letales. Por si fuera poco, El Patrulla tuvo compañeros que le dieron al equipo neoleonés un sello recordado hasta el momento. Sus principales secuaces en el campo fueron Tomás Boy, Sergio Orduña, Alfredo El Alacrán Jiménez y un eficaz y talentoso grandulón uruguayo de imborrable memoria: Walter Daniel Mantegaza. Barbadillo terminó, con éxito, su carrera en Italia; allá jugó para el Avellino y el Udinese, donde se retiró. Vale decir que durante varios años el número 7 de El Patrulla fue retirado del equipo tigre.