viernes, diciembre 21, 2007
El Luder de Ribeyro
Comencé a valorar en serio y rendidamente la obra narrativa del peruano Julio Ramón Ribeyro (1929-1994) gracias al asedio crítico que mi compota Gerardo García Muñoz le hiciera en Julio Ramón Ribeyro: cinco claves de su cuentística (UIA Laguna, 2003). Ahí, el ensayista lagunero se detiene en los numerosos y fascinantes cuentos de un autor que en la materia sólo tiene, a mi parecer, dos equivalentes en el siglo XX latinoamericano: Julio Cortázar y Abelardo Castillo. Fuera de ellos tres, los cuentistas de nuestro continente espiritual y lingüístico son o malos o esporádicos, es decir, que no acuñaron piezas ceñidas al rigor del género o, si las hicieron, son pocas y opacadas siempre por otras obras, como es el caso de Carpentier y Vargas Llosa, que acuñaron apenas un libro de cuentos en contraste con sus poderosos corpus novelísticos.
Pero Ribeyro fue más que un cuentista monstruo; escribió también algunas novelas notables (como Crónica de San Gabriel), un megadiario que es una joya de la confesionalidad (La tentación del fracaso) y algunas otras obras más. Una de ellas, la última que conseguí de este peruano maravilloso, es Dichos de Luder. La edición que tengo es inconseguible en México, y la obtuve en generosa fotocopia decomisada a mi amigo Édgar Valencia. Para los amantes del aforismo y de la frase lapidaria es un auténtico banquete. En realidad, no sé a qué género responde, si es aforístico, microrrelatístico, anecdótico, memorialistico o qué. En todo caso, es una pequeña criatura polimorfa, un libro heteróclito, para decirlo con una palabra lujosa.
No quiero atarear más a mi lector en estas explicaciones; creo que sirven, pero es más valioso convidar unos fragmentos. Se supone (y esta mentira es sólo un ardid narrativo) que Luder fue un amigo de Ribeyro y otros tantos en París. Misántropo, este personaje “ficciorreal” vivía como topo (misán-topo) en un departamento y sólo condescendía a recibir de vez en cuando a ciertos visitantes, entre los que se contaba Julio Ramón, quien dice haber anotado, poco a poco, los espléndidos Dichos de Luder, las sentencias de ese hombre culto y oscuramente luminoso, un escritor oral de la mejor cepa. Van unos ejemplos de lo que Ribeyro declara haber pepenado, aunque todo sea un jocoso embuste:
“—Me he enterado que tu nombre unido a ciertos sufijos quiere decir en alemán borrico, ocioso, mequetrefe…
—No me extraña —dice Luder—. Siempre he creído en el carácter profético de los nombres”.
“—Una cualidad que te envidiamos es haber logrado siempre evitar las discusiones —le dicen a Luder.
—No veo por qué. Entrar en una discusión es admitir por anticipado que tu contrincante puede tener la razón”.
“—Nunca he sido insultado, ni perseguido, ni agredido, ni encarcelado, no desterrado —dice Luder—. Debo en consecuencia ser un miserable”.
“—Es curioso —dice Luder—. En el fondo de los ojos de las personas extremadamente bellas hay siempre un remanente de imbecilidad”.
“Le hacen notar a Luder que nunca ha manifestado celos ni envidia por el triunfo de sus colegas.
—Es verdad. Eso les puede dar una idea de la magnitud de mi soberbia”.
“—Estoy preocupado —dice Luder—. He leído que nuestro nuevo Presidente no fuma, ni bebe, ni juega, ni enamora.
—¿Y qué?
—Me espantaría ser gobernado por un hombre que haya ganado un premio de virtud”.
“—Es extraño —dice Luder, deteniéndose para observar al pequeño hijo de una mendiga callejera—. Miren bien sus ojos: ellos contienen todo el sufrimiento que lo espera, pero también la certidumbre de su venganza”.
“—Soy como un jugador de tercera división —se queja Luder—. Mis mejores goles los metí en una chancha polvorienta de los suburbios, ante cuatro hinchas borrachos que no se acuerdan de nada”.