Digamos que Tucumán, donde estoy en este momento, no es una ciudad ultrajada todavía por la contaminación. Tampoco es la más limpia, ciertamente, pero siento que, como en muchas ciudades de México que aún no llegan a los malignos extremos del DF, padece ya los estragos del esmog, igual a lo que pasa en el Torreón de algunos días y de algunas horas. Acá lo he sentido en las calles de su centro histórico; la mayoría de los vehículos que circulan por sus estrechas calles es de modelo no muy reciente, así que por los escapes tose un monóxido bastante denso e incómodo para todos, principalmente para quienes caminan. La polución es, por lo que veo y siento, un lastre que nos acompañará sin remedio en donde nos detengamos a respirar, eso sin remedio a la vista. E insisto: hablo de dos ciudades de provincia, la mía y en la que estoy ahora, que se supone no han llegado a los apocalípticos límites del desastre ambiental.
Este asunto me recuerda que no he recomendado lo suficiente dos largos artículos que recién trepé al blog de Ruta Norte. Valen sobre todo para México, país que durante el regreso a clases auspicia en una escala inusitada los progresos de la devastación. Uno de los textos fue escrito por Renata Chapa y publicado el domingo anterior en El Diario de Chihuahua; el otro es mío; ambos, como dije, están aquí abajo, en este blog.