jueves, agosto 30, 2007

Cuento de Lomas



Como si la realidad se hubiera puesto de acuerdo, en una sola hora encuentro un par de veces el nombre de mi amigo Enrique Lomas Urista; la primera, una reseña de Saúl Rosales sobre Sueños derramados, el libro de Lomas que presentamos hace poco en Torreón; la segunda, un cuento breve enviado por el mismo Lomas a mi correo electrónico. Me pide una opinión, pero me la guardo aquí. Prefiero compartirlo, hacer de su lectura un goce colectivo. Su título es “El hipo”:
“La irrupción del hipo a su vida fue un hecho simpático e irrelevante hasta que éste se instaló en su laringe durante semanas.
Ni el espanto de quedar así por siempre le ayudó —cual remedio popular— a combatir ese brinco de diafragma disfuncional que no le permitía hablar, comer, ni dormir.
No supo dónde entregó su vida ordinaria y feliz antes del hipo. Pudo ser la salsa picante de un taco ardiente y callejero o la cerveza fría que le inyectaba alegría a sus días sin ladriditos de perro chihuahua saliendo por su garganta.
‘El diafragma casi siempre funciona a la perfección, desciende cuando inhalas para ayudarte a llevar aire a los pulmones y sube cuando exhalas para poder expulsar el aire de los pulmones, pero a veces el diafragma se irrita y cuando esto sucede, sube de manera brusca y hace que la respiración sea diferente de lo normal, y al llegar así a la laringe, se produce el hipo’, le dijo un médico que nada sabía acerca de tener instalado en el cuerpo el ruido de una gota taladrando una vida.
Se paró de cabeza, coloco azúcar debajo de la lengua, bebió agua sin parar, se clavó las falanges en los ojos hasta casi quedar ciego.
Agredió su garganta con bastoncillos, comió pan seco y tostado, se atragantó con el filo del hielo picado, todo, absolutamente todo, hasta parecer un faquir que en nada disfrutaba de ese acto mortal y anónimo de su desgracia.
Muchos de sus camaradas se convirtieron en sus enemigos al intentar ayudarlo: lo zarandearon, le apretaron el estómago, lo estrangularon hasta casi matarlo, pero siempre lo apoyaron con la intención final de ya no tener nada que ver con ese portador de un resuello maldito.
Desahuciada su esperanza, se volcó a la búsqueda del silencio tan anhelado por él mismo, lanzándose a al mar de la apnea forzada.
Aguantó la respiración cuanto pudo y respiró en una bolsa de papel, pero con el aliento regresó el brinquito pertinaz sobre su nefasta realidad, por lo que decidió un salto demencial al vacío de la asfixia, al silencio tan querido”.