Hace un mediodía soleado pero frío en La Boca, el colorido rumbo donde se encuentra la esquina de Caminito, allí donde se levanta La Bombonera que tiene como dios a Maradona. Es un sitio populoso y melancólico, avejentado por la mano del tiempo y la pobreza. Como japoneses, Fernando Fabio Sánchez y yo hacemos fotos y fotos, muchas fotos del pintoresco entorno. En los callejones huele a tango de malevos, a rencor urbano resumido en grafitis tan violentos como éste: “La perra que los parió”.
En ésas andábamos cuando diviso una esquina cercada por malla de la que llamamos “ciclónica”. Es una pequeña cancha para jugar al fut y al básquet, y en ese momento dos equipos echan cascarita sin apasionarse demasiado, como peloteando así nomás, para matar el tiempo. Las edades de los contendientes van desde los trece a los veinte años. Por sus ropas se nota que la plata no forma parte abundante de sus vidas. Fer y yo nos acercamos, oímos sus gritos, vemos uno que otro disparo a la portería. Dos minutos después se acerca el mocetón de menor edad, un adolescente; nos divide la malla, y entonces hace plática. “¿De dónde son?”, pregunta. Sin mucha convicción, le informamos: “De México”. “Ah”, reacciona. “¿Y a qué equipo le van?”. Le respondo: “A Cruz Azul”. “Ah”, repite y luego se levanta una blusa mugrosa para que veamos la sudadera que trae debajo: en el centro de su pecho resplandece el logotipo de los Pumas de la UNAM. “Yo le voy a los Pumas”, asegura.
Ante la sorpresa, le pregunto dónde consiguió ese suéter. “Me lo dio un amigo mexicano”, dijo mientras miraba de reojo a sus cuates, ya desentendido del juego, campechano. En ese instante, sin avisar siquiera, añadió: “Pinches mexicanos”. Y a mí: “Quihubo, güey”. Y a Fer: “¿Y tú qué, güey?”. Y a mí: “Cabrón”. Y a los dos: “Chinguen su madre”. Como ráfaga imparable, el mocoso boquense fan de los Pumas nos quiso demostrar, entre gracioso y desconcertante, que sabía las claves para entrar a nuestro mundo, comenzó a desplegarnos toda su artillería de mexicanismos dichos sin provocación alguna, como si nada.
Era evidente que sabía las palabras, pero no su significado exacto. O, más que su significado, el uso, el matiz, la inflexión que le damos a cada una de acuerdo al contexto, a la situación, al carácter del interlocutor. El chico dejó ir su batería de insultos sin reparar siquiera en que un mexicano muy difícilmente le mienta la madre a otro y al mismo tiempo sonríe como si dijera “buenos días”. El mocoso nos decía “cabrón” y nos miraba con fijeza a los ojos para comprobar en nuestras miradas que aprobábamos su dominio del mexicano, pero lo que encontró fue asombro, un desacomodo de mexicanos que son víctimas de mentadas tan gratuitas como el aire que respiramos. El chico no sabía que sabía las palabras, pero ignoraba todo el peso cultural que hay detrás de cada una.