viernes, agosto 24, 2007

Gordos y flacos



Hace poco más de una semana estuve en Estados Unidos y le atoré como todo mundo a las hamburguesas y a las papas fritas, al colesterol que ya es, de hecho, un problema de salud pública en tierras yanquis. Luego, en México, le seguí tupiendo macizo al sebo en más hamburguesas, en tacos, en gorditas, en todo lo mantecoso que hemos podido inventar para la ingesta cotidiana. Luego, una semana después tengo la obligación de alimentarme en la Argentina y me salta como conejo una verdad: la cantidad de grasas que nos empujamos los mexicanos está lejos, lejísimos de la que ingieren en otros países, y un caso que contrasta mucho con el nuestro es el argentino.
En la dieta diaria de acá hay tres ingestas básicas: el desayuno consiste en café con leche (cortado, le dicen) y una o dos facturas (cuernitos de pan de azúcar); el almuerzo (llamado así pero equivalente a nuestra comida de mediodía), un plato fuerte de carne, pasta, papas, ensalada, pan, agua, vino y pocas veces refresco embotellado; en la noche, la cena suele ser ligera, sándwiches, pan dulce, picada (quesos y embutidos para “picar”), café, agua o vino.
Ese repertorio gastronómico palidece en materia de grasas frente a lo que nosotros acostumbramos: dos huevos en la mañana (con tocino, chorizo, jamón o lo que sea), frijoles, a veces guisos de carne, barbacoa, menudo, tortilla, pan, café y a veces Coca Cola; al mediodía, plato fuerte con carne, sopas, verduras, tortillas, frijoles, Coca Cola; en la noche, tacos, hamburguesas, pizzas, pollo, pan, café, Coca Cola. Y en medio de todo ese trajín alimenticio, papitas, dulces, helados, semillas, chicles, chocolates, garapiñados. Un mundo de calorías, en suma.
La evidencia positiva (como dirían los científicos del siglo XIX) de que la alimentación es excesivamente rica en grasas se encuentra en la obesidad de la población. Si bien hay proclividades que obedecen a la raza, el excesivo insumo de alimentos grasosos tiene su materialización final en la gordura colectiva. Propongo un experimento del cual ya hice la primera parte. En un café con ventana amplia a la calle, bolígrafo en mano conté a cien personas; hice dos columnas: en una anoté los ítems de quienes se podría afirmar que tienen problemas de obesidad; en la otra, los que definitivamente no. El resultado es que 12 azarosos transeúntes eran obesos, y el resto no.
Ignoro qué pasaría si a mi regreso hago lo mismo en un café lagunero; ¿qué vería desde la ventana? Creo conocer más o menos bien mi realidad, y sospecho que de cien personas observadas mucho más de 12 tendrían exceso de equipaje. No es un examen científico, lo sé, pero la notoria esbeltez de Buenos Aires me ayuda a reflexionar un poco en nuestros hábitos alimenticios, hábitos hoy todavía más deformados por la comida rápida de las franquicias gringas.