Alguna vez escribí una teoría del juniorazo (I y II) que tuvo un éxito arrollador entre mis dos lectores. Ellos me han pedido otras teorías igualmente profundas, y ya tengo encaminadas varias que son verdaderas exploraciones al accionar del sujeto observado. Una la acabo de terminar, y es ésta que denomino teoría de la señora (tengo otra en camino, la del señor, y acepto colaboraciones). Espero que ellas no me maten; no creo necesario advertir que se trata de una patraña de mi parte, pues las señoras son la joya más hermosa diseñada por la creación de dios nuestro señor. Estaciono entonces, con sonriente cariño, esta teoría. Viene viene, quebrándose:
1) Hay cinco clientes con sus respectivos carritos esperando que les cobren en una de las cajas del supermercado; se muestran impacientes mientras la cajera atiende a una señora que detiene productos, que ordena sean excluidos, que cambia de opinión y vuelve a incluirlos, y que en general le añade lentitud al trámite del cobro. Luego, por fin, paga su cuenta: 765 pesos. Saca entonces tres billetes de 200 pesos, uno de 100, uno de cincuenta, una moneda de 10 y los últimos 5 pesos los arma con lentísimas y minuciosas moneditas de diez y veinte centavos. El mundo se detiene en ese momento.
2) Vamos en el auto y en cierta calle (la Bravo, por ejemplo) avanza indeciso un coche con las ventanas polarizadas: no se carga ni a derecha ni a izquierda, va sobre la línea, en medio. Esperamos que deje pasar, pero continúa cinco cuadras y sigue igual, en medio. Le escupimos un claxonazo, y no ocurre nada. Luego de quince cuadras, desesperados, aprovechamos un descuido y rebasamos con gran riesgo: miramos entonces al conductor que obliteró nuestro camino: una cabecilla de señora apenas sobresale del asiento. Sujeta el volante con sus dos manitas y aunque la observamos con cierta rabia ella no despega su imperturbable vista de la carretera.
3) Escogemos algo, lo que sea, en el supermercado. Una verdura, digamos. Luego una señora se coloca junto a nosotros, también para escoger. Un extraño vestigio de cazadora la lleva a codiciar nuestras presas, pues mira atenta, como si en ello le fuera la vida, cada tomate seleccionado por nosotros. No desaprovecha la oportunidad para hurgar con su mirada nuestro carrito.
4) Asistimos a una fiesta. Pueden ser una boda o una piñata. A todo el mundo le importa un cacahuate el “arreglo de centro”, pero las señoras se disputarán ese objeto como si valiera algo. La guerra por ese infraproducto de la decoración naive puede llegar a ser mortal si se trata de un adorno de flores.
5) En el restaurant, la señora es el sujeto más temido por los meseros. No sólo pregunta minuciosamente qué contiene cada platillo, sino que cambia de elección al menos cinco veces; cuando al fin le sirven, pregunta por la marca de la aceitunita ornamental y cuando se la dan opina que es de mala calidad y rechaza todo el platillo (su marido, en cambio, pide lo mismo de siempre y se lo traga como venga). Luego, a la hora de la cuenta, le arrebata el papel a su esposo y con lupa comienza a desentrañar los secretos ocultos del ticket con el anhelado fin de armar un escándalo por previsibles cobros indebidos.
6) En grupitos de tres o cuatro, las jóvenes señoras toman café con sus amigas en Sanborn’s. Mientras, sus hijos juegan en el área adecuada. Pronto, muy pronto, un niño de cuatro años entra llorando y busca a su madre: un mocoso salvaje de dos años le acaba de infligir una trompada marca Pepino Cuevas. De inmediato, la madre del afectado busca a la responsable de haber parido al empañalado demonio de Tasmania (sarcophilus harrisii). Las señoras se hacen de palabras, cada una defiende a su cachorro, e incluso llegan al reclamo soez. Las amigas de ambas contendientes, abochornadas, piensan: “Trágame restaurant”. Los meseros se muestran silenciosos, impotentes ante la verdulera escena que presencian. Al final, sin más, las madres guardan sus amenazas y los niños vuelven al área de juegos. No pasan más de diez minutos y los vemos juntos, campechanos, como si no hubieran provocado una guerra que por poco estuvo de llegar al desgreñadero.
1) Hay cinco clientes con sus respectivos carritos esperando que les cobren en una de las cajas del supermercado; se muestran impacientes mientras la cajera atiende a una señora que detiene productos, que ordena sean excluidos, que cambia de opinión y vuelve a incluirlos, y que en general le añade lentitud al trámite del cobro. Luego, por fin, paga su cuenta: 765 pesos. Saca entonces tres billetes de 200 pesos, uno de 100, uno de cincuenta, una moneda de 10 y los últimos 5 pesos los arma con lentísimas y minuciosas moneditas de diez y veinte centavos. El mundo se detiene en ese momento.
2) Vamos en el auto y en cierta calle (la Bravo, por ejemplo) avanza indeciso un coche con las ventanas polarizadas: no se carga ni a derecha ni a izquierda, va sobre la línea, en medio. Esperamos que deje pasar, pero continúa cinco cuadras y sigue igual, en medio. Le escupimos un claxonazo, y no ocurre nada. Luego de quince cuadras, desesperados, aprovechamos un descuido y rebasamos con gran riesgo: miramos entonces al conductor que obliteró nuestro camino: una cabecilla de señora apenas sobresale del asiento. Sujeta el volante con sus dos manitas y aunque la observamos con cierta rabia ella no despega su imperturbable vista de la carretera.
3) Escogemos algo, lo que sea, en el supermercado. Una verdura, digamos. Luego una señora se coloca junto a nosotros, también para escoger. Un extraño vestigio de cazadora la lleva a codiciar nuestras presas, pues mira atenta, como si en ello le fuera la vida, cada tomate seleccionado por nosotros. No desaprovecha la oportunidad para hurgar con su mirada nuestro carrito.
4) Asistimos a una fiesta. Pueden ser una boda o una piñata. A todo el mundo le importa un cacahuate el “arreglo de centro”, pero las señoras se disputarán ese objeto como si valiera algo. La guerra por ese infraproducto de la decoración naive puede llegar a ser mortal si se trata de un adorno de flores.
5) En el restaurant, la señora es el sujeto más temido por los meseros. No sólo pregunta minuciosamente qué contiene cada platillo, sino que cambia de elección al menos cinco veces; cuando al fin le sirven, pregunta por la marca de la aceitunita ornamental y cuando se la dan opina que es de mala calidad y rechaza todo el platillo (su marido, en cambio, pide lo mismo de siempre y se lo traga como venga). Luego, a la hora de la cuenta, le arrebata el papel a su esposo y con lupa comienza a desentrañar los secretos ocultos del ticket con el anhelado fin de armar un escándalo por previsibles cobros indebidos.
6) En grupitos de tres o cuatro, las jóvenes señoras toman café con sus amigas en Sanborn’s. Mientras, sus hijos juegan en el área adecuada. Pronto, muy pronto, un niño de cuatro años entra llorando y busca a su madre: un mocoso salvaje de dos años le acaba de infligir una trompada marca Pepino Cuevas. De inmediato, la madre del afectado busca a la responsable de haber parido al empañalado demonio de Tasmania (sarcophilus harrisii). Las señoras se hacen de palabras, cada una defiende a su cachorro, e incluso llegan al reclamo soez. Las amigas de ambas contendientes, abochornadas, piensan: “Trágame restaurant”. Los meseros se muestran silenciosos, impotentes ante la verdulera escena que presencian. Al final, sin más, las madres guardan sus amenazas y los niños vuelven al área de juegos. No pasan más de diez minutos y los vemos juntos, campechanos, como si no hubieran provocado una guerra que por poco estuvo de llegar al desgreñadero.