Doctor en letras por la universidad de Colorado, en Boulder, Fernando Fabio Sánchez (Torreón, Coahuila, 1973), actualmente es profesor de literatura en la Universidad de Pórtland, Oregon. Amigo cercano de quienes alguna vez nos embotellamos al mar con Saúl Rosales, Fer se fue hace más de diez años a los Estados Unidos y allá encontró, como dice Borges, su destino: siguió escribiendo poesía, cuento, novela, y de paso alcanzó, como si fuera poco, un alto grado académico en una de las diez universidades norteamericanas más prestigiadas en el rubro de letras. Hace dos meses estuvo de paso en Torreón, lo vi allá, fuimos al Sangrons del Independencia y me dijo que estaba por emprender un largo viaje a Perú, Bolivia, Chile, Paraguay, Uruguay y, tal vez, Argentina.
Pues bien, acordamos encontrarnos en Buenos Aires y el monólogo interior se convirtió en diálogo rico en exámenes de la realidad que se nos atravesaba en el camino. Como si fuera adrede, subimos a un taxi y el chofer, un viejito conversador, tenía un humor inglés que en general no encajaba con nuestro concepto de taxista: dijo que hace diez años él no se dedicaba a eso, pero Domingo Cavallo, el ministro de Economía, “me convenció, por eso soy taxista”. El viejo oía en su radio música clásica, creo a Wagner, y mientras brotaban las notas de una obertura nos dio una cátedra sobre los precios de la nafta.
Ciudad donde abundan los mendigos y los parias, donde el cafishismo (actividad que consiste en padrotear mujeres) sigue tan vigente como en los tangos antiguos, donde chamagosos niños de pelo rubio y ojos azules piden limosna, donde una mujer con el aspecto de señora joven (mamá Cumbres, mamá Colegio Americano) puede estar vendiendo baratijas en el suelo y nunca manejar una Voyager o una Escalade, donde modelos italianos e italianas de Versache ganan apenas una insignificancia y usan el sudoroso colectivo, donde dentro de un mall hay un centro cultural con toda la mano y la creatividad, no deja nunca de querer mostrarse elegante, rica, pujante. El concepto de estatus es otro por acá: pese a las limitaciones impuestas por una economía que nunca termina por enderezarse, a los porteños les gusta al menos parecer que viven bien, que tienen. Sólo quienes han sido destruidos por la pobreza se muestran en sus miserables trapos al exterior; quienes viven en apuros, pero viven, hacen todo lo posible por comer bien, por echarle clase a su expresión, por cultivarse, por parecer lo que no son: ricos.
Véase si no esta joya bonaerense. Fernando Fabio y yo caminábamos ya noche por la transitadísima y teatral calle Corrientes y afuera de una tienda con aparador muy iluminado un cuarentón lumpen, acostado y lleno de trapos pringosos sobre él, aprovechaba la luz de la vidriera para leer un libro en inglés, como si estuviera en su alcoba. En sí, era un espectáculo inmóvil, una imagen que condensa la penuria económica de este país y su aspiración de no parecer pobre.
Pues bien, acordamos encontrarnos en Buenos Aires y el monólogo interior se convirtió en diálogo rico en exámenes de la realidad que se nos atravesaba en el camino. Como si fuera adrede, subimos a un taxi y el chofer, un viejito conversador, tenía un humor inglés que en general no encajaba con nuestro concepto de taxista: dijo que hace diez años él no se dedicaba a eso, pero Domingo Cavallo, el ministro de Economía, “me convenció, por eso soy taxista”. El viejo oía en su radio música clásica, creo a Wagner, y mientras brotaban las notas de una obertura nos dio una cátedra sobre los precios de la nafta.
Ciudad donde abundan los mendigos y los parias, donde el cafishismo (actividad que consiste en padrotear mujeres) sigue tan vigente como en los tangos antiguos, donde chamagosos niños de pelo rubio y ojos azules piden limosna, donde una mujer con el aspecto de señora joven (mamá Cumbres, mamá Colegio Americano) puede estar vendiendo baratijas en el suelo y nunca manejar una Voyager o una Escalade, donde modelos italianos e italianas de Versache ganan apenas una insignificancia y usan el sudoroso colectivo, donde dentro de un mall hay un centro cultural con toda la mano y la creatividad, no deja nunca de querer mostrarse elegante, rica, pujante. El concepto de estatus es otro por acá: pese a las limitaciones impuestas por una economía que nunca termina por enderezarse, a los porteños les gusta al menos parecer que viven bien, que tienen. Sólo quienes han sido destruidos por la pobreza se muestran en sus miserables trapos al exterior; quienes viven en apuros, pero viven, hacen todo lo posible por comer bien, por echarle clase a su expresión, por cultivarse, por parecer lo que no son: ricos.
Véase si no esta joya bonaerense. Fernando Fabio y yo caminábamos ya noche por la transitadísima y teatral calle Corrientes y afuera de una tienda con aparador muy iluminado un cuarentón lumpen, acostado y lleno de trapos pringosos sobre él, aprovechaba la luz de la vidriera para leer un libro en inglés, como si estuviera en su alcoba. En sí, era un espectáculo inmóvil, una imagen que condensa la penuria económica de este país y su aspiración de no parecer pobre.