Esta es mi colaboración para el número 31 de Nomádica:
Purga de juguetes
Jaime Muñoz Vargas
Un amigo y su esposa hicieron en su casa, hace poco, una purga de objetos inservibles. Como sus dos hijos, niño y niña, ya son adolescentes, empezaron por los juguetes que durante más de una década les compraron indiscriminadamente. Pronto se dieron cuenta del horror: entre peluches y plásticos lograron reunir cuatro grandes bolsas negras, de las que ahora se usan para la basura, llenas de monitos casi intactos de todos los tamaños y de todos los personajes. Cuando escuché la historia de esa recolección no pude no pensar en lo que siempre pienso cuando veo el mar de mugres que ahora es diseñado para el consumo de los niños, y eso me llevó de la mano a lo que sistemáticamente recuerdo cuando reflexiono en los excesos del consumo infantil contemporáneo. Es un parrafito de Umberto Eco publicado en su Segundo diario mínimo (Lumen, Barcelona, 2000):
Yo, sin embargo, estaba fascinado por algunos chicos de mi edad cuyos padres les compraban no un helado de cuatro reales, sino dos cucuruchos de dos reales (...) Ahora, habitante y víctima de la civilización del consumo y del derroche (como no era la de los años treinta), entiendo que aquellos seres queridos ya difuntos estaban en lo justo. Dos helados de dos reales en lugar de uno de cuatro no eran económicamente un derroche, pero sin duda, lo eran simbólicamente. Precisamente por eso los deseaba: porque dos helados sugerían un exceso. Y precisamente por eso se me negaban: porque parecían indecentes, insulto a la miseria, ostentación de un privilegio ficticio, jactancioso bienestar. Comían dos helados sólo los niños viciados...
Eco resume en esas palabras un vicio de la sociedad actual: comprar desmesurada, compulsivamente y sin discrimen. El caso de los dos helados es ilustrativo y, como bien dice el lingüista italiano, simbólico, tanto que lo podemos extender a cualquier otro producto. Todavía en mi niñez, pongo por ejemplo, el anhelo de un juguete se saciaba y el efecto de satisfacción duraba meses enteros, a veces hasta años. Un balón, una muñeca, un cochecito duraban entre nosotros tanto tiempo que, usados al extremo, terminábamos gastándolos, destruyéndolos. Hoy, al contrario, los niños (tal vez debo decir “los padres”) son distraídos con un juguete cada semana y en ocasiones menos tiempo. Son tantos los ofrecimientos y tanta la dejadez de los padres al respecto, que terminamos comprando todos los juguetes que ofrece la publicidad, incluso los de aquellas empresas no dedicadas al ramo como McDonalds, cuya “cajita feliz” (microhamburguesa, papas, refresco y monito) es el anzuelo más eficaz para atrapar niños.
He podido ver de cerca, no sin tristeza, el nocivo efecto del exceso de juguetes en mis hijas, tanto que, un poco tarde ya, me he radicalizado en la idea de no comprar más plásticos desechables con forma de juguete. ¿Qué ha pasado? Muy sencillo: la alegría, léase la satisfacción, que produce la consecución del mono dura apenas unas horas, tan pocas que al final, uno o dos días después, el nuevo objeto es arrumbado en el cerro de muñecos marginados. A veces, como me pasó con unos personajes llamados Traviezucos que mercadeó la Coca-Cola, el deseo, la insistencia en conseguirlos es más larga que el gusto de obtenerlos.
Qué hacer en este caso, me pregunto como se han preguntado seguramente muchos padres. No sé con precisión qué hacer, pues la publicidad tiene en los chicos el raro efecto de amargarlos si no consiguen lo que se les anuncia. Pero el tumulto de juguetes apilado por el olvido es una pesada evidencia de que algo anda mal y tal vez sea prudente tomar, de perdida, un camino intermedio. Darles de vez en vez un juguete a nuestros hijos, acercarles ese objeto como si se tratara de un premio muy preciado y ganado tras un esfuerzo peculiar, aclararles poco a poco las trampas del mercado, hacerles ver que el erario familiar no permite la compra diaria de cajitas ¿felices? de McDonalds. Algo, no sé, debemos hacer. De lo contrario edificaremos hombres y mujeres entregados a la compra ciega, insaciables, poco o nada concientes del valor de la materia e indiferentes al peligro del desecho.