Más de dos meses después y ya en el
comienzo de este 2023 he podido revisar las fotos del viaje a Europa compartido
con Maribel entre octubre y noviembre del año pasado. Lo digo de antemano: fue
espléndido, pero menos por la estancia allá que por haberlo vivido junto a
ella.
No dejaré de repetirlo: sé que para
muchas personas es común viajar y cada vez son más frecuentes los amigos que en
sus redes nos comparten, con legítima, con justificada alegría, recorridos
lejanos y a veces lujosos. En nuestro caso asumimos el periplo europeo como una
aventura largamente soñada y preparada, y así nos fue, de maravilla.
Ambos, Maribel y yo, sabíamos que
cada momento de esta experiencia debía quedarse en nuestra memoria, que no
podíamos desperdiciar ningún minuto del paso y la estancia por allá. Si
estábamos siendo privilegiados con algo así, juntos debíamos disfrutarlo y
agradecer a la vida por la oportunidad, y todavía es hora que en las sobremesas
evocamos algún pasaje del hermoso recorrido que nos obsequió el destino.
Todo comenzó el lunes 24 de octubre
en el aeropuerto Francisco Sarabia, de Torreón. Volamos a la Ciudad de México y
de inmediato abordamos la conexión a Madrid. El cruce del Atlántico, pese a las
muchas horas que demanda, se desarrolló sin que lo sintiéramos pesado, pues nos
tocó un asiento triple que nos permitió pernoctar (per-noctis, pasar la noche) con más espacio. Llegamos a Madrid y en
taxi nos trasladamos al hotel Mayorazgo, casi al lado de la gran Gran Vía.
Desde ese punto de operaciones hicimos nuestras caminatas por el centro de la
capital española. Ofrecí allí, en la Embajada de México en España, la
conferencia que amablemente me organizó el Instituto Cultural de México en
España, donde saludamos a mi amigo y paisano Jorge Valdez Díaz-Vélez, poeta y
exdiplomático, con quien luego departimos en La Pecera del Círculo de Bellas
Artes.
En Madrid (que yo ya conocía) mostré
a Maribel los sitios de mayor celebridad: la Cibeles, la Puerta de Alcalá (en
reconstrucción), la Plaza del Sol (también en reconstrucción), la Plaza Mayor y
un montón de recovecos ubicados en sus inmediaciones. Comimos de todo, paella,
pizza, hamburguesas, e incluimos en nuestras ingestas unos churros —los del
establecimiento Maestro Churrero aledaño a la plaza Jacinto Benavente— que hace
doce años probé y quise que Maribel también insumiera dada su devoción fanática
por la harina. Madrid fue el único lugar donde compré libros (siete, en Casa
del Libro y El Corte Inglés), pues el viaje no había sido preparado para cargar
papel.
Luego de Madrid viajamos a Burgos,
una hermosa ciudad de Castilla-León, la cuna de mi admirado Alex Grijelmo. Su
catedral gótica, llamada Catedral Basílica Metropolitana de Santa María, es un
portento arquitectónico, y en todo momento tuve presente que no estábamos lejos
de Atapuerca, paraje burgalés donde se han encontrado vestigios antiquísimos de
civilización, entre ellos el llamado Cráneo 14, el cráneo de “Benjamina” que ha
dado pie a la noción de una sociedad ya humana, preocupada por el cuidado del
otro, una sociedad donde es posible ejercer la “cuidadanía” (“cui-da-da-ní-a”,
no “ciu-da-da-ní-a”) de la que habla en sus libros José Laguna Matute. Viajar
por los paisajes castellanoleoneses, riojanos y después navarros fue un
privilegio. En un punto sentí, sentimos, que algo de aquellos escenarios
naturales se parecía a los que vemos en la carretera de Torreón a Durango o
Chihuahua.
Pasamos la frontera y entramos a
Francia por los rumbos de Biarritz, ciudad que siempre me recuerda “Tu rastro
de sangre en la nieve”, quizá el cuento más largo de García Márquez, y “Habla,
memoria”, de Nabokov, pues varias veces allí vacacionó su aristocrática
familia. Después paramos en Burdeos, la tierra de otro querido amigo mío:
Michel de Montaigne, capo del Renacimiento francés cuyo legendario castillo
está por esos rumbos. No desaprovechamos la ocasión para empujar allí un vino
bordelés, quizá el más emblemático en la industria vitivinícola de toda la
otrora Galia. Luego, al siguiente día, llegamos a Amboise, bellísima ciudad donde
comimos en un mercadito similar a nuestros tianguis. Ubicada junto al río
Loira, en esta localidad medieval vivió Leonardo invitado por el rey Francisco
I. El viejo Da Vinci murió allí hacia 1519, año en el que, por cierto, Cortés
comenzó la conquista de lo que hoy es México. En París nos detuvimos tres días,
los tres extraordinarios. Hicimos el recorrido de ley por sus puntos más
representativos, como la Eiffel, el Sena, el Arco del Triunfo, el Louvre, los
Campos Eliseos y (todavía en faraónica reconstrucción) la catedral de Notre
Dame, residencia del jorobado victorhugueano. Aprovechamos un medio día para
conocer el palacio de Versalles, último lujoso reducto del decapitado Ancien
Régime.
Para llegar a Inglaterra usamos el
ferry que parte de Calais, al lado de la peliculesca Dunkerque, hasta los
acantilados de Dover. La experiencia de atravesar el Canal de la Mancha fue
fenomenal, una travesía que da para poco más de una hora de conversación con
sándwiches y cafecito. Tres días pudimos estar en Londres. Igualmente,
visitamos los puntos emblemáticos (Big Ben, Westminster y Buckingham) y de
casualidad, sin querer, la zona financiera donde nos sorprendieron una buena
lluvia y vientos destructores de paraguas. También por allí nos internamos al
palacio de Windsor, sitio que es museo sin dejar de ser todavía “casa”.
El regreso de la isla británica al
continente se dio de nuevo mediante el ferry, monstruo flotante de metal y de
concreto. Nos dirigimos a Bélgica, donde paramos en la húmeda y preciosa ciudad
de Brujas, enclave chocolatero. De ese punto nos trasladamos a Ámsterdam, donde
hicimos también tres días, los últimos de nuestro viaje. En esta ciudad
neerlandesa visitamos la fría y portuaria Volendam y las casitas perfectas,
estilo Heidi, de Marken, y en el camino hacia esos puntos no pudimos no
asombrarnos ante el sistema de canales que hace tan peculiar y productiva a
esta nación atestada de bicicletas. Allí también hicimos un paseo en bote,
recorrimos una quesería, el mercado de las flores y visitamos una fábrica de
joyas que nos confirmó la fama de los nerlandeses en el trabajo del diamante.
Debo añadir que en nuestro último día europeo saludamos a mi querida exalumna y
amiga, lagunera ella, Idoia Leal Belausteguigoitia y a su hija Ainoa, quienes
generosamente nos visitaron desde Eindhoven, donde radican.
El lunes 7 de noviembre tomamos, muy
cansados ya, pero felices, el vuelo de retorno a la Ciudad de México desde el
aeropuerto de Ámsterdam-Schiphol, y llegamos a Torreón el martes 8 en la
mañana. Así como llegué, con jet lag y todo, pasé directo a la oficina de la
universidad, y hasta ahora he podido escribir esta apretada crónica de un viaje
que Maribel y yo no podremos olvidar.
De nuevo, una disculpa si los aburrimos con nuestra alegría, pero “así fue”, como dijo el músico-poeta de Ciudad Juárez.
Nota. La foto que encabeza este post fue tomada frente al Louvre, en la puerta del edificio que habitó Tolstoi en París.