sábado, diciembre 10, 2022

Un instante de luz y eternidad es una foto


 







Este primer párrafo es una introducción breve. Anuncia el reencuentro de un texto ya viejo e inédito, de 2004. Lo escribí porque me lo pidió mi querida amiga Bertha Rivera Fournier, de Durango, quien lo quería como prólogo para un libro que luego no fue publicado. Hace dos semanas, durante el Encuentro de Escritores José Revueltas, saludé a Bertha en su tierra y me recordó la existencia de estos párrafos que yo había olvidado. Tratan sobre fotografía, arte que me gusta mucho. Han pasado 18 años, pero creo estar de acuerdo con el joven que fui. También, si es que lo tiene, por fin, con el “estilo” alcanzado en aquel momento. Comparto un fragmento:

La escultura, la pintura, el cine y el video son manifestaciones artísticas que podríamos emparentar a la fotografía. Tienen en común el afán por asir la realidad tal y como la vemos, aunque cada cual con grados de fidelidad variables. La escultura, pese a sus limitaciones, es la única que permite la mimesis tangible del volumen; la pintura capta y enriquece el color y la forma, en tanto que el cine y el video son especialmente eficaces cuando se trata de simular el infinito movimiento de la vida. ¿Y la fotografía? ¿Cuál es el rasgo que la peculiariza? Creo que, entre otros, la fotografía nos seduce por su capacidad para retener instantes, esos microscópicos parpadeos en los que también medimos al tiempo. La fotografía es, entonces, un instante fabricado con dos materias primas esencialmente fugaces: la luz y la realidad.

Alguien dirá que la pintura —con sus innegables méritos— hace exactamente lo mismo que la fotografía. Casi. Cuando enfrentamos una obra pictórica —así sea hiperrealista— nuestra mente no deja de sentir que lo admirado es una representación de la realidad. El pintor capta una escena, la abstrae y luego, con mayor o menor grado de mimetismo, la plasma sobre el lienzo o sobre el papel o sobre el muro o sobre cualquier otra superficie. El artista es aquí una especie de intermediario, un demiurgo que construye una realidad —el cuadro— paralela a la otra, la denominada, con inevitable pleonasmo, realidad real.

El fotógrafo también es un intermediario, sin duda, pues las fotografías no podrían existir sin la presencia del hombre que manipula una cámara y al fin acciona el disparador. Sin embargo, y a diferencia de la pintura, el lector de las imágenes ordinariamente llamadas fotos no siente la presencia del fotógrafo, hombre que parece diluirse y dejar solos, en silenciosa conversación, al instante retenido y al espectador. El diálogo se da entonces de manera directa: la realidad aprehendida en una foto viaja como flecha al ojo de quienes la observamos y lo que vemos es, resulta innegable, un trozo mínimo de tiempo salvado de la volatilidad en la que sin remedio se ha perdido, se pierde y se perderá la abrumadora mayoría de los instantes.

Al atrapar esos momentos la foto da al instante —quiero decir al indefinible periodo que denominamos instante— un toque de perenneidad que colinda con lo eterno. Una sensación de permanencia nos produce la fotografía: por eso no deja de turbarnos ver nuestro propio rostro, muchos años después, en una vieja fotografía. Admiramos la implacable inmovilidad de nuestro gesto infantil, la frescura de nuestra expresión adolescente, la mirada firme del joven adulto que antes fuimos. Luego, pasados los años, aquellos instantes retenidos, eternizados sobre una placa sensible a la luz, nos confirman que el tiempo ha fluido y que sólo la fotografía ha sido capaz de vencer al reloj, es decir, de aproximarse un poco a la noción de eternidad.

Pero no sólo ocurre eso con nuestras propias fotos. Inquirir fotografías de otros, ver con mirada atenta el rostro de hombres y mujeres a los que tal vez ni siquiera conocemos, es una experiencia mediante la cual participamos un momento de lo eterno. Podemos observar —real, directa, permanentemente— modas, actitudes, usos y costumbres, relaciones sociales, hábitos y expresiones ya perdidas en el pasado, pero, para nuestro asombro, maravillosamente perpetuadas en el instante de luz que la fotografía logró cazar.

Eso es lo que propone Padres e hijos. Familias de Durango, obra organizada por la escritora e investigadora duranguense Bertha Rivera Fournier. Son varias fotografías que dan cuenta de instantes ahora fijos y multiplicados gracias al libro. Compartir esos momentos, llevar a un público más amplio el goce del pasado retenido, es el propósito de estas páginas.

Si un instante de luz y eternidad es una foto, los que abrimos ahora este volumen podremos disfrutar, gracias a los afanes investigativos de Bertha Rivera, estos momentos salvados del olvido gracias a la siempre reveladora magia de la fotografía.

Entremos, pues, a compartir muchos fragmentos de luz y eternidad.

Comarca Lagunera, 30, septiembre y 2004