La escultura, la pintura, el cine y el video son
manifestaciones artísticas que podríamos emparentar a la fotografía. Tienen en
común el afán por asir la realidad tal y como la vemos, aunque cada cual con
grados de fidelidad variables. La escultura, pese a sus limitaciones, es la
única que permite la mimesis tangible del volumen; la pintura capta y enriquece
el color y la forma, en tanto que el cine y el video son especialmente eficaces
cuando se trata de simular el infinito movimiento de la vida. ¿Y la fotografía?
¿Cuál es el rasgo que la peculiariza? Creo que, entre otros, la fotografía nos
seduce por su capacidad para retener instantes, esos microscópicos parpadeos en
los que también medimos al tiempo. La fotografía es, entonces, un instante
fabricado con dos materias primas esencialmente fugaces: la luz y la realidad.
Alguien dirá que la pintura —con sus innegables
méritos— hace exactamente lo mismo que la fotografía. Casi. Cuando enfrentamos
una obra pictórica —así sea hiperrealista— nuestra mente no deja de sentir que
lo admirado es una representación de la realidad. El pintor capta una escena,
la abstrae y luego, con mayor o menor grado de mimetismo, la plasma sobre el
lienzo o sobre el papel o sobre el muro o sobre cualquier otra superficie. El
artista es aquí una especie de intermediario, un demiurgo que construye una
realidad —el cuadro— paralela a la otra, la denominada, con inevitable
pleonasmo, realidad real.
El fotógrafo también es un intermediario, sin duda,
pues las fotografías no podrían existir sin la presencia del hombre que
manipula una cámara y al fin acciona el disparador. Sin embargo, y a diferencia
de la pintura, el lector de las imágenes ordinariamente llamadas fotos no
siente la presencia del fotógrafo, hombre que parece diluirse y dejar solos, en
silenciosa conversación, al instante retenido y al espectador. El diálogo se da
entonces de manera directa: la realidad aprehendida en una foto viaja como
flecha al ojo de quienes la observamos y lo que vemos es, resulta innegable, un
trozo mínimo de tiempo salvado de la volatilidad en la que sin remedio se ha
perdido, se pierde y se perderá la abrumadora mayoría de los instantes.
Al atrapar esos momentos la foto da al instante
—quiero decir al indefinible periodo que denominamos instante— un toque de
perenneidad que colinda con lo eterno. Una sensación de permanencia nos produce
la fotografía: por eso no deja de turbarnos ver nuestro propio rostro, muchos
años después, en una vieja fotografía. Admiramos la implacable inmovilidad de
nuestro gesto infantil, la frescura de nuestra expresión adolescente, la mirada
firme del joven adulto que antes fuimos. Luego, pasados los años, aquellos
instantes retenidos, eternizados sobre una placa sensible a la luz, nos
confirman que el tiempo ha fluido y que sólo la fotografía ha sido capaz de
vencer al reloj, es decir, de aproximarse un poco a la noción de eternidad.
Pero no sólo ocurre eso con nuestras propias fotos.
Inquirir fotografías de otros, ver con mirada atenta el rostro de hombres y
mujeres a los que tal vez ni siquiera conocemos, es una experiencia mediante la
cual participamos un momento de lo eterno. Podemos observar —real, directa,
permanentemente— modas, actitudes, usos y costumbres, relaciones sociales,
hábitos y expresiones ya perdidas en el pasado, pero, para nuestro asombro,
maravillosamente perpetuadas en el instante de luz que la fotografía logró cazar.
Eso es lo que propone Padres e hijos. Familias de Durango, obra organizada por la
escritora e investigadora duranguense Bertha Rivera Fournier. Son varias fotografías que dan
cuenta de instantes ahora fijos y multiplicados gracias al libro. Compartir esos momentos, llevar a un público más amplio el
goce del pasado retenido, es el propósito de estas páginas.
Si un instante de luz y eternidad es una foto, los
que abrimos ahora este volumen podremos disfrutar, gracias a los afanes
investigativos de Bertha Rivera, estos momentos salvados del olvido gracias a
la siempre reveladora magia de la fotografía.
Entremos, pues, a compartir muchos fragmentos de luz y eternidad.
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Lagunera, 30, septiembre y 2004