Antes de la fotografía los escritores eran dibujados o pintados con obvios clichés: con toda la gravedad posible fija en el rostro, el modelo miraba de frente al artista y siempre, sentado o de pie, asía la pluma sobre un papelón amarillento. En el escritorio no faltaba el tintero, más hojas sueltas, algún cortaplumas y libros en cuyos lomos se podían leer algunos títulos del mismo autor representado en la imagen. El fondo podía ser simplemente oscuro o, como en el cuadro de Sor Juana, mostrar un librero bien poblado con aparatosos tomos. De background también eran habituales las cortinas y las borlas.
miércoles, septiembre 29, 2021
La ollita del escritor
Antes de la fotografía los escritores eran dibujados o pintados con obvios clichés: con toda la gravedad posible fija en el rostro, el modelo miraba de frente al artista y siempre, sentado o de pie, asía la pluma sobre un papelón amarillento. En el escritorio no faltaba el tintero, más hojas sueltas, algún cortaplumas y libros en cuyos lomos se podían leer algunos títulos del mismo autor representado en la imagen. El fondo podía ser simplemente oscuro o, como en el cuadro de Sor Juana, mostrar un librero bien poblado con aparatosos tomos. De background también eran habituales las cortinas y las borlas.
sábado, septiembre 25, 2021
El rebozo, prenda inagotable
Otra canción inmortal decorada con rebozo es “La patita”, de Cri-Cri. Todos los mexicanos Ya rucones sabemos que la patita avanza con mucho salero, y que
Se va meneando al caminar
En esta pincelada es imposible no ver al México anterior a la llegada del supermercado, un México en el que se hacían las compras domésticas a la usanza de la patita, con canasto y con rebozo de bolita.
Ahora bien, creo que la mejor canción enrebozada la compusieron Rubén Fuentes y Rafael Cárdenas. Su gran intérprete fue, es y será Miguel Aceves Mejía, aunque es gloriosa la versión con Pedro Infante. Esta es la letra de “La del rebozo blanco”, un huapango que me conmueve por la valentía de la mujer que encara la malediciencia pública nomás por el amor que lleva dentro, doloroso e infinitamente limpio:
que lleva puesto
y entre bromas y risas
viene luciendo
nadie sabe
las penas que lleva dentro
nadie sabe las penas
que va cubriendo.
Sufre su orgullo herido por el desprecio
y en vez de arrinconarse triste a llorar
hoy se viste de boda como una novia
con su rebozo blanco para cantar.
Ay, quién pudiera
debajo de un rebozo,
cariño mío, tapar las penas,
debajo de un rebozo
tapar las penas.
“La del rebozo blanco”
ahora le dicen
porque la ven
vestida toda de azahar.
Y es que muchos
quisieran verla de negro
y es que muchos
quisieran verla llorar.
Aunque le han destrozado toda su vida
aunque siempre de luto por dentro va
ella todo lo cubre con su rebozo
y no le importa el mundo ni su maldad.
Ay, quien pudiera
debajo de un rebozo,
cariño mío, tapar las penas,
debajo de un rebozo
tapar las penas.
Debajo de un rebozo real o imaginario tapemos nuestras penas, sí, pero también resaltemos con su color, en la mujer, las alegrías, que también las tenemos y debemos celebrarlas.
miércoles, septiembre 22, 2021
Dionisio, un niño dolorosamente múltiple
Dionisio es el seudónimo que dio Paulina del Moral al
niño de carne y hueso, más hueso que carne, cuyas palabras atraviesan Dionisio, el niño del tren del norte.
Este trabajo fue parte del proyecto “Testimonios de niños trabajadores dentro y
fuera de la calle” que la autora desarrolló entre junio de 1999 y mayo de 2000 en
el Programa de Estímulos a la Creación y Desarrollo Artístico de Coahuila. Paulina
del Moral nació en Torreón, y es licenciada en comunicación social, maestra en
antropología social y doctora en ciencias antropológicas, grados obtenidos,
respectivamente, en la UAM-Xochimilco, la ENAH-Chihuahua y la UAM-Iztapalapa.
Entre otros reconocimientos, la Asociación Mundial de Mujeres Periodistas y
Escritoras le otorgó el premio de Periodismo Rosario Castellanos (1990) por un
trabajo sobre las maquiladoras de ropa en la comarca lagunera.
El libro que hoy nos reúne ha sido estructurado en dos
secciones: la primera, introductoria, es un apartado profusamente estadístico
en el que Del Moral González despliega sobre la mesa los indicadores de la
pobreza en varios países centroamericanos, con énfasis en Honduras, país donde
nació Dionisio. Apoyada en un aparado documental incontestable, la antropóloga social
evidencia que todos los rubros de la realidad económica y social hondureña son
deficitarios y están lejos de permitir niveles de desarrollo ya no se diga
buenos, sino mínimamente decorosos para desahogar la vida individual y comunitaria
con algo aproximado a lo que solemos entender por “bienestar”. Casi cuarenta
páginas dibujan este panorama apocalíptico en el que se enseñorea la pobreza en
todas sus facetas, con toda la crudeza de los guarismos generados por
organismos internacionales como el Banco Mundial o la Unicef. Honduras, pues,
como muchas otras naciones del mundo, es desde hace varias décadas
una nación expulsiva, con una pobreza tan enquistada y terca que aguija la
desesperación y lleva a sus habitantes a buscar las puertas de escape hacia
algo acaso peor: el viaje por Guatemala y México con el fin de encontrar una
difusa salvación en los Estados Unidos. La introducción, entonces, es un
dechado de análisis cuantitativo, el contexto en el que debemos imaginar los
primeros años de miles de Dionisios centroamericanos.
En la segunda parte de la obra es Dionisio en persona
quien nos cuenta con detalle los tumbos de su breve y muy accidentada
existencia hasta el año 2000. Paulina del Moral ha organizado cada circunstancia
en breves apartados temáticos para que el fluir de la conciencia de su
entrevistado adquiera, al menos en el papel, algo de orden. Si la vida de
Dionisio está signada por el azar, por la permanente incertidumbre, por la
inestabilidad y la carencia de todo, las estancias temáticas del libro nos
brindan la oportunidad de encontrar alguna ilación al relato de un periplo dislocado
en el que somos testigos de que la vida del niño del tren del norte es lo más cercano
a la vulnerabilidad absoluta: un adolescente, casi un niño todavía, trepado a
La Bestia, entre adultos de todas las cataduras, metido en todos los subempleos
imaginables, expuesto a todos los peligros, nos deja acompañarlo por las
brechas del inframundo que le ha cabido en suerte, en pésima suerte.
Dionisio, el niño del tren del norte opera en dos sentidos: avanza de lo general (la
introducción) hacia lo particular (el relato del pequeño). Lo general es cuantitativo;
lo particular, cualitativo. Así, como en la muy útil figura retórica llamada “sinécdoque”,
se muestra la parte (Dionisio) de un todo (Honduras) que al final embonan y nos
persuaden de que no hay razón para incurrir, con irresponsable optimismo, en la
idea de que Dionisio constituye una excepción, es decir, un niño que por esas curiosas
carambolas de la vida nace en un hogar disfuncional y depauperado, lo que lo
obliga a cambiar de radicaciones y de empleos, todos mezquinos y peligrosos,
ajenos a su cultura, a su tono de voz, a sus afectos, a su edad, hasta que,
también por casualidad, llega como migrante a Torreón, es detenido por
portación de arma punzocortante y allí es entrevistado para luego salir y
desaparecer en los demás infiernos que le depare el porvenir.
Paulina del Moral González ha sabido, en suma, articular un trabajo eficaz y conmovedor al mismo tiempo: eficaz porque nos aproxima datos ciertos de la realidad, cifras que, sobre todo en lo económico, detonan las mil formas de la violencia social, y conmovedor porque en el relato de Dionisio no vemos sólo a Dionisio, sino a una legión de niños sin futuro, arrojados a un destino en el que la crueldad jamás descansa.
Nota. Dionisio, el niño del tren del norte, fue presentado el lunes 20 de septiembre de 2021 por Facebook. Participamos la doctora Paulina del Moral (autora), la doctora Laura Orellana Trinidad, la maestra Luz María Meza, el maestro Oswaldo Valenzuela y yo con la reseña de este post.
miércoles, septiembre 15, 2021
Sobre intelectuales
La anécdota
es un género narrativo cuyo contenido tiene algo de divertido, de chusco y
memorable, y por fuerza debe referirse a un hecho acontecido en la realidad. La
definición es mía, así que no vale ni dos centavos, pero sirve para comenzar
esta anotación. He escrito algunas, quizá varias, que se mantienen en el limbo
editorial, pues no les veo valor para trasegarlas más allá de la sobremesa o de
apuntes como este que aquí vas leyendo, por decirlo a la manera de Cervantes.
Traigo pues una anécdota.
Estábamos Gerardo
García y yo tomando café en el Apolo Palacio, un restaurante exlujoso que había
sido orgullo de Torreón, pero que ya para el 94 o 95 estaba convertido en una
zahúrda con poca luz, un solo mesero y otro pobre hombre como cobrador en la
ociosa caja. Íbamos a ese sitio por una razón simple: nadie entraba, así que
podíamos conversar sobre libros sin el estorbo de los impertinentes que llegan
y se sientan sin preguntar. El hombre de la caja solía mirarnos con distancia,
como molesto. Realmente, lo suyo era admiración, pues siempre nos veía llegar
con libros y cuartillas. Un día tomó valor y se acercó a nosotros. Titubeante,
apenado, preguntó:
—Disculpen,
caballeros, ¿son ustedes intelectuales?
Ni Gerardo
ni yo supimos qué contestar. Yo sólo atiné a decir, también vacilante:
—Pues...
nos gusta leer.
—Ah. Es que
como siempre los veo con libros... —dijo el cajero—Bueno, gracias, ya no les
robo su tiempo.
Al salir
del café, Jerry recordó el momento con una pregunta implacable:
—¿Cómo
responder a eso? Hasta Umberto Eco hubiera batallado para responder que sí.
Hasta aquí
la anécdota. Tengo para mí que la palabra “intelectual” es incómoda para los
escritores, tanto que casi todos la rechazan. Por una extraña razón, sin
embargo, resulta atractiva para quienes ven desde lejos a quienes leen y
escriben. En mi experiencia, sé que los escritores se asumen como escritores
(poetas, cuentistas, ensayistas…) y en general jamás leeré o escucharé que se
presenten como “intelectuales” (“Me llamo Fulano, soy intelectual”). Pero en el
uso popular, como ya dije, la palabreja tiene prestigio y sirve para designar
casi a cualquier ente cercano a los libros y la escritura.
No pasa
nada si la gente designa como intelectuales a quienes les supone tal estatus,
pero definitivamente perece pedante que quien recibe la etiqueta se sienta
cómodo con ella. Para mí, y esta es una noción personal, son intelectuales no
tanto los creadores de literatura, sino los pensadores, los filósofos, los analistas
de la realidad a la manera de Bourdieu, Bauman, Lipovetsky o Žižek, por citar a cuatro pensadores originales e influyentes de esta hora.
Ahora bien,
recién me topé, en las redes sociales, con la foto de una página en la que
Umberto Eco responde una entrevista. Le preguntan: “Usted es uno de los
intelectuales más famosos del mundo. ¿Cómo definiría el término intelectual? ¿Conserva para usted algún
significado particular?”. La respuesta del semiólogo y novelista piamontés es
muy peculiar: “Si por intelectual entendemos todo aquel que trabaja con su
cabeza y no con sus manos, un empleado de un banco es un intelectual, y Miguel
Ángel no. Hoy, con los ordenadores, cualquiera es un intelectual. Por eso, no
creo que la cuestión tenga nada que ver con profesiones o clases sociales. Para
mí, un intelectual es alguien que produce nuevos conocimientos haciendo uso de
su creatividad. Un campesino, cuando comprende que un nuevo tipo de injerto
puede producir una nueva clase de manzanas, está desarrollando una actividad
intelectual, mientras que un catedrático de Filosofía que se pasa la vida
repitiendo una misma clase sobre Heidegger no tiene por qué ser un intelectual.
La creatividad crítica —el espíritu crítico para analizar lo que hacemos o
inventar formas mejores de hacerlo— es la única vara para medir la actividad
intelectual”.
No le falta razón a Eco. La condición intelectual quizá no depende tanto de trabajar con las manos o la mente, sino de crear, de buscar caminos nuevos para todo y ofrecer soluciones.
sábado, septiembre 11, 2021
El 11 de septiembre aquel
La vida se va rápido. Hoy es 11 de septiembre de 2021,
así que no me resulta difícil recordar aquella mañana de hace veinte años en la
que desperté, como casi siempre, a las razonables siete de la mañana. Mientras
preparaba el desayuno para mi primera hija, vi que el televisor estaba en
llamas y los conductores de noticieros se desgañitaban con la mala nueva de las
Torres Gemelas. Mi hija cursaba su kínder en la Pereyra, jardín de infantes
ubicado más o menos donde hoy está el área de salchichonería del HEB
Independencia, así que apuré el trance de atragantarla con el desayuno, llevarla
a su escuela y volver a casa para seguir uncido a la pantalla. Todavía a las
ocho de la mañana no dimensionaba la importancia de lo que estaba pasando, y nadie
podía hacerlo sin incurrir en especulaciones y vaguedades.
Se hablaba ya, claro, de terrorismo, pero todo era
confuso, pues resultaba muy extraño que en la ciudad más poderosa del mundo
fuera a ocurrir lo que veíamos en vivo. Al lado de los conductores de noticias,
como Javier Alatorre o López Dóriga, destacaba el recuadro con la toma en vivo
desde Nueva York, y una y otra vez las repeticiones de la primera torre en
caída libre. Pasaban los minutos y poco a poco se iba sabiendo un poco más
acerca del avionazo. Todavía no le hacíamos ni mediana digestión al desaguisado
cuando en las pantallas, como si fuera el efecto especial de una película, otro
avión se incrustó como venablo en el pecho de la segunda torre. Este segundo impacto
lo vimos en vivo, no como repetición. Recuerdo que para los locutores fue
inevitable recurrir al tópico: que el avión entró como cuchillo en mantequilla,
la comparación más manoseada en aquel momento.
Sin suspender la atención al televisor al menos de oídas,
me bañé a la velocidad de la luz y seguí pendiente de los detalles compartidos
por los reporteros y los conductores. A lo lejos, todavía difusamente, ya
sospechaba que aquello era o parecía un parteaguas, un acontecimiento que
cambiaría en algo la dinámica de la sociedad norteamericana o quizá mundial.
Era demasiado pronto para saber hasta dónde se extendería la onda expansiva de
la tragedia.
Me vestí de prisa. Esa mañana había pedido permiso en la
universidad para atender una actividad cultural recientemente puesta en marcha
por mi amigo Saúl Rosales en el Teatro Isauro Martínez: el Café Literario. Era
martes, y me tocaba guiar la sesión en la que un grupo de lectores, sobre todo
de lectoras, y un coordinador desmenuzan un cuento previamente leído por todo
el grupo. Recuerdo que llegué a las 10:30 para comenzar la sesión, y dados los
acontecimientos, la literatura cedió su lugar a la noticia de momento. La hora y
media de la sesión se nos fue en el comentario de los detalles que a retazos
todas y todos habíamos pescado desde la mañana.
Lo que pasó después lo fuimos sabiendo con el paso de los
días, de las semanas, de los meses y de los años. Fue un atentado a las dos
torres y a una parte del Pentágono, se lo atribuyó el extremismo de Medio
Oriente, pero con el tiempo se soltó la especie de que fue un autoatentado para
justificar una política de guerra contra las denominadas “nuevas amenazas”
contra “la libertad”. Diez años antes se había desgajado la URSS, así que la
inercia armamentista y agresiva norteamericana necesitaba un casus belli poderoso para invadir países
y continuar con su dinámica expansionista. Vayan ustedes a saber qué era cierto
y qué no, pues ya para entonces comenzaron a rodar sin freno las fake news y las llamadas postverdades.
No sé si todos los que ya tenemos cierta edad recordamos dónde estábamos el 11 de septiembre aquel. Yo sí: metido en la literatura, como casi siempre.
miércoles, septiembre 08, 2021
Operaciones poéticas de Álvarez Bravo
Como
todos, siempre asocio palabras. Si digo “pintura”, pienso en Diego Velázquez;
si digo “canto”, pienso en Pavarotti; si digo “ciencia”, pienso en Einstein; si
digo “futbol”, pienso en Maradona. Asimismo, y por razones que ignoro, si digo
“fotografía”, pienso en Manuel Álvarez Bravo. Expreso que ignoro las razones
pero en realidad no tanto: las imágenes que nos dejó este artista mexicano son,
para mí, literalmente imborrables y envidiables. Envidio, envidio en serio,
porque me gusta la fotografía, las muchas placas que Álvarez Bravo nos dejó,
esos instantes llenos de poesía, la extraña magia que contiene cada uno de los
momentos que cazó con su impecable lente. Hay en todas esas fotos una pátina de
arte que por supuesto no logra pescar la cámara por sí misma, sino el hombre
que la manipula. Además, uno tiene la impresión de que todas las tomas son
sencillas. Lo son, de hecho, y tal vez por eso nos sorprenden: debajo de la
simplicidad de los momentos que atrapó Manuel Álvarez Bravo hay un temblor de
vida, la sutil evidencia de que todo está hecho de fugacidad.
Entre las decenas de imágenes que nos dejó y conozco, tengo mis cuatro o cinco
favoritas y son las que cito, todas localizables en internet. “Señor presidente
municipal” es una genialidad. Como siempre, pocos elementos son suficientes
para armar una atmósfera completa. El alcalde, sentado frente a su escritorio,
se pierde junto a la pared donde destaca un cromo del Padre de la Patria; cerca
de allí, casi en la misma jerarquía, otras imágenes, entre ellas un almanaque
con la foto de una troca. Despeinado, con una especie de susto en su gesto, el
indígena mira a la cámara como sin creer en la importancia que el objetivo le
confiere. Una foto maravillosa, sencilla y maravillosa.
Imagen viva de la muerte, “Obrero en huelga asesinado” es sin duda una de las
fotos más famosas de Álvarez Bravo. La posición del cuerpo, el tono de piel, la
camisa y la cara manchadas de sangre, todo hace de esta imagen un instante que
condensa el dramatismo de la violencia consumada. Es extraño que no necesitemos
el color rojo de la sangre para saber que la mancha gris es roja, brutal y
desgarradoramente roja, como si la mente completara por Gestalt el color que se
derrama del cuerpo ultimado.
Parece que el humor negro se revela en “Cajas mortuorias”. La mujer, tímida, de
perfil, mira hacia donde señala en dedo, un dedo sarmentoso y negro, el dedo de
la muerte. La mano pintada en la pared en este caso no pudo ser más siniestra.
Por último, la foto más famosa del gran artista mexicano: “Parábola óptica”,
imagen que vemos y nos ve con sus siete surrealistas ojos, una especie de foto
que homenajea al ojo, como esas casas de espejos de las ferias en las que nos
vemos multiplicados y parece que nos ven desde todos los ángulos. Esta foto
bien puede ser una alegoría del internet y sus millones de ojos atentos a los
que podemos ser y hacer.
Tengo dos referencias a la mano sobre Álvarez Bravo. La primera, un artículo
publicado en el número 29 de la revista El Hijo Pródigo del 15 de agosto de 1945 recogida en libro por
el FCE dentro de la colección Revistas Literarias Mexicanas Modernas (México,
1983, p. 377). Lo escribió, con la excelente prosa crítica que también ejerció,
el poeta Xavier Villaurrutia. La segunda es de Enrique Krauze en su libro Retratos personales (Tusquets, México,
2007, p. 19). Ambos destacan, no podía ser de otra manera, la peculiar capacidad
poética del fotógrafo, una mirada que nos legó imágenes ya inmortales.
Por
esto Villaurrutia subrayó: “Detener lo inasible, hacer durar el instante,
lograr que los ojos de nuestros dedos palpen el misterio que se desprende a
veces de un objeto o se aloja en un ser o en las sombras de un ser y de un
objeto, son las operaciones poéticas de Manuel Álvarez Bravo”.
En
un tiempo, como el actual, de imágenes por toneladas, no sobra detenerse un
poco en la obra de Álvarez Bravo. Quizá así vislumbraremos la diferencia entre
una imagen efímera y otra perdurable, con olor a eternidad.
sábado, septiembre 04, 2021
A veinte años de un himno
Cuando llegó mi primera hija yo vivía en la colonia
Ampliación Los Ángeles, de renta, muy cerca del restaurante OK Maguey, para más
señas. Eran años laboralmente difíciles para mí, esposo y padre metido todo el
tiempo en la incertidumbre del ingreso, pero jamás pesimista en mi fuero íntimo.
Todos los días iba y venía de la chamba, que en esos tiempos era esencialmente
la misma que hoy conservo: dar clases, editar, impartir talleres literarios,
escribir para la prensa. El tiempo que me quedaba libre, si me era posible, se
lo dedicaba a la escritura literaria, y ya por aquellos años comenzaron a
bullir en mi interior dos sentimientos: por un lado, que jamás iba a poder
dedicarme de lleno sólo a la literatura, y que a mis 35 años había alcanzado cierta
mínima seguridad para escribir. Pero aquello era intuitivo, apenas un cúmulo de
pálpitos, y no había modo de graficar muy bien mi vida. Como tantos padres
primerizos, yo estaba aprendiendo a serlo sobre la marcha, sin tutorial, como
se iba pudiendo.
Entre 1997 y 2000 escribí cuatro libros, uno por año: dos
novelas cortas, un libro de cuentos y una larga crónica futbolera, la del
Santos Laguna, que apareció en 1999. Estaba metido hasta las orejas en la
narrativa. Creo que me sobraba energía, porque luego de despachar todas mis obligaciones,
incluida la de padre, me daba tiempo en las noches, de 10 a 1 o 2 de la
madrugada, para teclear y teclear sin misericordia, como poseído por una
voluntad espartana que me apercolló en aquellos años. Luego seguí escribiendo
narraciones, claro, pero jamás con el fervor que me asaltó mientras veía
avanzar los primeros tres años de mi primera hija.
En 2001 llegó la segunda, y las necesidades aumentaron.
Si ya la situación era difícil, más se tornó, pero endiosado por el amor a mi
familia le puse el pecho a las adversidades, me hice de más trabajo alimenticio
y seguí en la inercia graforreica, sin parar, de lleno ahora en la construcción
de cuentos que a la postre serían tres o cuatro libros más. En 2001, en medio
del trajín descrito, un hecho inesperado aconteció. Mi amigo Ricardo Serna,
productor de audio profesional, me llamó para participarme un deseo: que yo
escribiera la letra de un himno, y que él le pondría música. Su idea era que
con tal conjunción de esfuerzos lográramos articular la letra y la música del
himno del IMSS, institución que recién había lanzado una convocatoria nacional
en la que invitaba a todos los mexicanos a escribir el himno del Instituto.
Optimista, Ricardo creía que la dupla no era mala, que podíamos intentar la
hechura de un buen proyecto. Quedé de trabajar algo en un tiempo razonable, pero
no lo hice. La verdad es que mi mente se atareaba en párrafos, en personajes,
en ficciones, no en versos, así que pospuse hasta el límite del límite la
escritura de la letra. Pasaron varias semanas, quizá meses, no recuerdo, y ya
casi estábamos sobre la fecha de cierre cuando otro hecho extraño ocurrió. Lo
cuento en el siguiente párrafo.
Un sábado por la tarde, como a las 7, paseaba a mi hija
mayor, ya de cuatro años, en la plaza Margaritas, de la colonia ídem, en
Torreón, frente a la paletería Bip’s. Por casualidad, Ricardo Serna hacía lo
mismo con su hija: coincidimos en los columpios y mientras nuestros retoños se
divertían, me dijo, casi resignado, que la convocatoria se cerraba en tres días.
Le respondí que intentaría escribir sin falta esa misma noche, y así lo hice.
Cuando mi pequeña cayó dormida, fui a mi computadora marca Alaska, de las
llamadas de “caja blanca”, y comencé a pujar en busca de una idea. Abrí la
página web del IMSS y no hallé nada poéticamente inspirador, y cuando estaba a punto
de cerrar la pantalla, se hizo la luz: vi el logo del IMSS, el mismo que se
había basado en la escultura de Federico Cantú (Cadereyta, Nuevo León,
1907-Ciudad de México, 1989) y que hoy todos conocemos: el del águila, la madre
y el bebé.
En una hora logré tener el borrador de la letra, y en
otras dos lo pulí, todo sin abandonar la órbita poética de la imagen creada por
Cantú. Cinco horas después de haber visto a Ricardo en la plaza Margaritas,
envié por mail la letra a la que luego él añadió música. Lo que pasó después
amerita otra crónica, una crónica que podría empezar así: el día que Ricardo
Serna y yo ganamos el concurso…
miércoles, septiembre 01, 2021
La familia mexica por Sahagún
Uno de los libros imprescindibles de la crónica de Indias
es la Historia general de las cosas de la
Nueva España. Como sabemos, durante y poco después de la conquista se dio
una tremenda destrucción del patrimonio físico aborigen: fueron aniquilados edificios,
esculturas, códices, vestimenta, penachos y muchos otros objetos que de haber
sobrevivido harían infinitamente más grande el número de vestigios que hoy
podemos admirar en los museos. Por suerte, no todos los europeos recién
llegados compartían la actitud de bulldozer
Caterpillar. Otros hubo, como fray Bernardino de Sahagún, que trataron de
rescatar la cultura material e inmaterial del pueblo sometido y gracias a esto
tenemos hoy evidencias de una cultura que de cualquier modo no se borró del
todo tras la conquista.
Fray Bernardino (Sahagún, España, circa 1499-Tlatelolco, México, 1590) fue,
como se podrá notar en el paréntesis, un hombre longevo. Adhirió a la orden de
Francisco y desde su llegada a la Nueva España se topó con el imperativo de
profundizar hasta donde le durara la vida en el conocimiento de la cultura
mexicana, empezando por el dominio de la lengua, el náhuatl. Con pasión sin
orillas organizó la compilación de todo lo que fuera necesario para reconstruir
con palabras el mundo de los aztecas, su vida material y espiritual. Es
considerado, por esto, y mucho antes de que se inventara la antropología, el
primer antropólogo americano.
En México tenemos la suerte de que la Historia general… sea asequible en la edición
de Porrúa (colección Sepan cuantos… número 300). Tiene más de mil páginas y
casi puedo asegurar que no rebasa el costo de 200 pesos. Ahora bien, fuera de
estos datos superficiales y por tanto frívolos, lo que debe interesarnos es su
espléndido contenido. Gracias al trabajo del misionero franciscano y el
tremendo equipo que coordinó, tenemos, como ya dije, una espectacular
reproducción de “las cosas” de Nueva España. Sus páginas, por lo tanto, son un
pasaje obligado de todo mexicano que desee saber un poco más de la realidad que
encontraron los españoles poco antes, durante y poco después de la conquista.
Este libro está dividido en “Libros”. En el décimo, capítulo
I, Sahagún detiene su atención en las “cualidades y condiciones de las personas
conjuntas por parentesco”. Aseguro que no podríamos pasar por allí sin agrado
ante los meticulosos apuntes del observador. Transcribo a flashazos, y
recortados, algunos rasgos de los personajes centrales de la familia tradicional:
Padre. El padre es la primera raíz y cepa del parentesco.
La propiedad del buen padre es ser diligente y cuidadoso, que con su
perseverancia rija su casa y la sustente (…) La propiedad del mal padre es ser
perezoso, descuidado, ocioso…
Madre. La propiedad de la madre es tener hijos y darles
leche; la madre virtuosa es vigilante, ligera, veladora, solícita, congojosa;
cría a sus hijos, tiene continuo cuidado de ellos (…) La madre mala es boba,
necia, dormilona, perezosa, despreciadora, persona de mal recaudo…
Hijo virtuoso. El hijo bien acondicionado es obediente,
humilde, agradecido, reverente, imita a sus padres en las costumbres y en el
cuerpo; es semejante a su padre y a su madre.
Hijo vicioso. El mal hijo es travieso, rebelde o
desobediente, loco…
Hija virtuosa. [Es] virgen de verdad, nunca conocida de
varón; es obediente, recatada, entendida, hábil, gentil mujer, honrada,
acatada, bien criada, doctrinada…
Hija viciosa. La hija mala o bellaca es mala de su cuerpo,
disoluta, puta, pulida; anda pompeándose, atavíase curiosamente, anda
callejeando, desea el vicio de la carne (…) esta es su vida y su placer. Anda
hecha loca.
Sahagún lo recorre todo. Describe al panal humano por parentesco, clase y oficio, y su manera de anotar cuaja en dos sentidos: el que quiere presentarnos del mundo mexica y el que, sin querer, nos revela de su propia mentalidad de misionero español. Recomiendo que nos asomemos a la magnífica Historia general…