miércoles, septiembre 29, 2021

La ollita del escritor

















Antes de la fotografía los escritores eran dibujados o pintados con obvios clichés: con toda la gravedad posible fija en el rostro, el modelo miraba de frente al artista y siempre, sentado o de pie, asía la pluma sobre un papelón amarillento. En el escritorio no faltaba el tintero, más hojas sueltas, algún cortaplumas y libros en cuyos lomos se podían leer algunos títulos del mismo autor representado en la imagen. El fondo podía ser simplemente oscuro o, como en el cuadro de Sor Juana, mostrar un librero bien poblado con aparatosos tomos. De background también eran habituales las cortinas y las borlas.




















Poco a poco la imagen del escritor en esa circunstancia, un verdadero tópico visual, pasó a ser planteado con mayor economía de elementos. El artista captaba al escritor así nomás, con su ropa habitual, y por allí un solo elemento servía para dar el mensaje deseado, es decir, que el modelo era un escritor, como en el caso del cuadro de Víctor Hugo.




















Con la llegada de la fotografía se impusieron los retratos. Casi desaparecieron los elementos representativos de la profesión (libros, escritorios, papeles, plumas) y quedó el puro rostro firme, cejijunto, desafiante, irónico incluso, muy pocas veces alegre, todo eso bien reforzado con un atuendo negro, como en las imágenes mejor conocidas —capturadas por el gran Nadar— de Baudelaire.




















Cuando la fotografía alcanzó plena popularidad y casi cualquier hijo de vecino pudo comprar una cámara aunque fuera de mala calidad, los escritores comenzaron a aparecer en escenas domésticas, haciendo de todo. Pienso, por caso, en las fotos de Cortázar en su buhardilla parisina, como la famosísima imagen en la que aparece con su cámara fotográfica y el gato en la ventana, o todas las demás con y sin Carol Dunlop.




















Ahora bien, los escritores fueron dibujados, pintados y fotografiados, respectivamente, con libros y tinteros, con gravedad del gesto debido al trance de pensar o en situaciones domésticas pero cercanas a lo poético. Eso fue brutalmente quebrantado por la imagen que, creo, representa el parteaguas de la fotografía del escritor en posición de antiescritor, de cínico, de sujeto ajeno casi por completo a la nobleza de las musas y cercano a los peores asuntos terrenales. La foto a la que me refiero es la de Charles Bukowski acompañado por la chica de no muy buena facha en un departamentito. Su grado de insolencia raya en la jocosidad: delante de lo que parece ser un refrigerador, el panzón Bukowski anda en calcetines, usa una playerita que a pujidos le llega al ombligo, un pantalón de vestir pero astroso y, claro, cerveza y cigarro en manos; aunque parezca increíble, la chica luce peor: una espantosa minifalda, unas espantosas medias, unos espantosos zapatos y un top del mismo estilo, infinitamente feo. Por si fuera poco, su cara es, pese a lo altanero del rictus o quizá por ello, desagradable. Remata su escandaloso look con una botella y un cigarro en la misma mano, lo que nos asegura su experiencia en trotes, por decirlo así, bukowskianos. En esa famosa placa hay algo, sin embargo, que casi no se ve, pero que a mi juicio representa el súmmum del desenfado: más que la playerita untada del viejo Bukowski o las atroces medias negras de la chica, lo que más acalambra para ubicar esta imagen en el rubro de lo antiliterario es la ollita plateada que se ve detrás, arriba del que parece ser un refrigerador. Esa ollita está a años luz de las plumas de ganso, los tinteros, las borlas, los libros y los trajes negros del escritor en pose de escritor. Esa ollita, la ollita de Bukowski, es el símbolo de toda una desacralización.























sábado, septiembre 25, 2021

El rebozo, prenda inagotable


Durante treinta años he sustituido el rebozo por el modesto paliacate que siempre cargo en el bolsillo de mi escasa retaguardia. Ambos, el paliacate y el rebozo, son dos prendas maravillosas, pero si me preguntaran cuál es más bella y útil, claro que me quedo con el rebozo. Lamentablemente a los hombres nos ha sido vedado. Alguna vez he llegado a creer incluso que parte de la superioridad femenina radica en que ellas sí pueden usar rebozo y nosotros no. Como sea, pienso que se trata de una prenda no sólo hermosa, sino sumamente práctica para las mujeres de nuestro pueblo. Es tan práctica como para mí lo ha sido, precisamente, el paliacate.

Porque debemos saber que el rebozo es un accesorio cuya hermosura destaca el encanto de la mujer, pero fue en primer lugar más que un objeto estético: fue, o es, una frazada, un tocado, un soporte para cargar al bebé, una faja, un bolso para armar repentinos liachos, un trapo para limpiar el llanto, un discreto secamanos o, en casos de necesidad extrema, hasta una soga para atar lo que ande suelto. El rebozo es muchas cosas, no sólo un rebozo.

Por eso me alegra que tengamos hoy una actividad como ésta, de homenaje a un objeto valioso en nuestra cultura popular. Me gustan, creo, en diferentes niveles de interés y conocimiento, todas las artes e incluso lo que denominamos  “artesanía”. He comentado que desde siempre los rebozos me parecen dignos de aprecio, y más si detrás de ellos hay un esfuerzo creativo que busque dar a la pieza coloridos y texturas especiales. Pero mi gusto por este objeto no sólo es material. Me agrada también por lo que significa en el alma de los mexicanos. A lo largo del tiempo he notado que es una prenda que supo colarse en el espíritu de nuestro país, y que por eso ha motivado composiciones que tienen también un sabor peculiar.  La más famosa es, sin duda, “Aires del Mayab”, compuesta por Carlos Duarte y José Domínguez, y cantada emblemáticamente por la inmensa Lola Beltrán; es, lo sabemos, una de las más difíciles de interpretar en su estribillo, por la rapidez y el desafiante cierre de la parte que aquí cito:

Muchacha bonita
zapato de raso bordado de seda te voy a comprar.

Otra canción inmortal decorada con rebozo es “La patita”, de Cri-Cri. Todos los mexicanos Ya rucones sabemos que la patita avanza con mucho salero, y que

Se va meneando al caminar 
como los barcos en altamar.

Pero más sabemos esto, que

La patita, 
de canasto y con rebozo de bolita, 
va al mercado 
a comprar todas las cosas del mandado.

En esta pincelada es imposible no ver al México anterior a la llegada del supermercado, un México en el que se hacían las compras domésticas a la usanza de la patita, con canasto y con rebozo de bolita.
Ahora bien, creo que la mejor canción enrebozada la compusieron Rubén Fuentes y Rafael Cárdenas. Su gran intérprete fue, es y será Miguel Aceves Mejía, aunque es gloriosa la versión con Pedro Infante. Esta es la letra de “La del rebozo blanco”, un huapango que me conmueve por la valentía de la mujer que encara la malediciencia pública nomás por el amor que lleva dentro, doloroso e infinitamente limpio:

Ese rebozo blanco 
que lleva puesto
 
y entre bromas y risas
 
viene luciendo
 
nadie sabe
 
las penas que lleva dentro
 
nadie sabe las penas
 
que va cubriendo.
 

Sufre su orgullo herido por el desprecio
 
y en vez de arrinconarse triste a llorar
 
hoy se viste de boda como una novia
 
con su rebozo blanco para cantar.
 

Ay, quién pudiera
 
debajo de un rebozo,
 
cariño mío, tapar las penas,
 
debajo de un rebozo
 
tapar las penas.
 

“La del rebozo blanco”
 
ahora le dicen
 
porque la ven
 
vestida toda de azahar.
 
Y es que muchos
 
quisieran verla de negro
 
y es que muchos
 
quisieran verla llorar.
 

Aunque le han destrozado toda su vida
 
aunque siempre de luto por dentro va
 
ella todo lo cubre con su rebozo
 
y no le importa el mundo ni su maldad.
 

Ay, quien pudiera
 
debajo de un rebozo
,
cariño mío, tapar las penas,
 
debajo de un rebozo
 
tapar las penas.


Debajo de un rebozo real o imaginario tapemos nuestras penas, sí, pero también resaltemos con su color, en la mujer, las alegrías, que también las tenemos y debemos celebrarlas.

miércoles, septiembre 22, 2021

Dionisio, un niño dolorosamente múltiple













Dionisio, el niño del tren del norte (Proceso, 2015), de Paulina del Moral González, es un libro doloroso, profundamente trágico. Su eje no es sólo la pobreza extrema, que en sí misma resulta pavorosa en muchos lados, sino tal pobreza y la suma de dos factores que la agudizan hasta la inhumanidad: la corta edad y el desarraigo. Porque la pobreza, incluso extrema, cuando se vive en un entorno reconocible dada la cercanía de los lugares, la lengua, los códigos culturales y principalmente la familia, puede ser navegable, no así cuando está expuesta a la otredad en todas sus formas posibles y con el agravante de la inmadurez. En otras palabras, la pobreza extrema es doblemente terrible cuando ataca a un niño migrante no acompañado. Ante esto, la única defensa posible para salir vivo es la buena suerte o la Divina Providencia, ya que ninguna instancia pública o privada parece tener las miras o los alcances para mitigar los estragos producidos por la migración infantil sin compañía.

Dionisio es el seudónimo que dio Paulina del Moral al niño de carne y hueso, más hueso que carne, cuyas palabras atraviesan Dionisio, el niño del tren del norte. Este trabajo fue parte del proyecto “Testimonios de niños trabajadores dentro y fuera de la calle” que la autora desarrolló entre junio de 1999 y mayo de 2000 en el Programa de Estímulos a la Creación y Desarrollo Artístico de Coahuila. Paulina del Moral nació en Torreón, y es licenciada en comunicación social, maestra en antropología social y doctora en ciencias antropológicas, grados obtenidos, respectivamente, en la UAM-Xochimilco, la ENAH-Chihuahua y la UAM-Iztapalapa. Entre otros reconocimientos, la Asociación Mundial de Mujeres Periodistas y Escritoras le otorgó el premio de Periodismo Rosario Castellanos (1990) por un trabajo sobre las maquiladoras de ropa en la comarca lagunera.

El libro que hoy nos reúne ha sido estructurado en dos secciones: la primera, introductoria, es un apartado profusamente estadístico en el que Del Moral González despliega sobre la mesa los indicadores de la pobreza en varios países centroamericanos, con énfasis en Honduras, país donde nació Dionisio. Apoyada en un aparado documental incontestable, la antropóloga social evidencia que todos los rubros de la realidad económica y social hondureña son deficitarios y están lejos de permitir niveles de desarrollo ya no se diga buenos, sino mínimamente decorosos para desahogar la vida individual y comunitaria con algo aproximado a lo que solemos entender por “bienestar”. Casi cuarenta páginas dibujan este panorama apocalíptico en el que se enseñorea la pobreza en todas sus facetas, con toda la crudeza de los guarismos generados por organismos internacionales como el Banco Mundial o la Unicef. Honduras, pues, como muchas otras naciones del mundo, es desde hace varias décadas una nación expulsiva, con una pobreza tan enquistada y terca que aguija la desesperación y lleva a sus habitantes a buscar las puertas de escape hacia algo acaso peor: el viaje por Guatemala y México con el fin de encontrar una difusa salvación en los Estados Unidos. La introducción, entonces, es un dechado de análisis cuantitativo, el contexto en el que debemos imaginar los primeros años de miles de Dionisios centroamericanos.

En la segunda parte de la obra es Dionisio en persona quien nos cuenta con detalle los tumbos de su breve y muy accidentada existencia hasta el año 2000. Paulina del Moral ha organizado cada circunstancia en breves apartados temáticos para que el fluir de la conciencia de su entrevistado adquiera, al menos en el papel, algo de orden. Si la vida de Dionisio está signada por el azar, por la permanente incertidumbre, por la inestabilidad y la carencia de todo, las estancias temáticas del libro nos brindan la oportunidad de encontrar alguna ilación al relato de un periplo dislocado en el que somos testigos de que la vida del niño del tren del norte es lo más cercano a la vulnerabilidad absoluta: un adolescente, casi un niño todavía, trepado a La Bestia, entre adultos de todas las cataduras, metido en todos los subempleos imaginables, expuesto a todos los peligros, nos deja acompañarlo por las brechas del inframundo que le ha cabido en suerte, en pésima suerte.

Dionisio, el niño del tren del norte opera en dos sentidos: avanza de lo general (la introducción) hacia lo particular (el relato del pequeño). Lo general es cuantitativo; lo particular, cualitativo. Así, como en la muy útil figura retórica llamada “sinécdoque”, se muestra la parte (Dionisio) de un todo (Honduras) que al final embonan y nos persuaden de que no hay razón para incurrir, con irresponsable optimismo, en la idea de que Dionisio constituye una excepción, es decir, un niño que por esas curiosas carambolas de la vida nace en un hogar disfuncional y depauperado, lo que lo obliga a cambiar de radicaciones y de empleos, todos mezquinos y peligrosos, ajenos a su cultura, a su tono de voz, a sus afectos, a su edad, hasta que, también por casualidad, llega como migrante a Torreón, es detenido por portación de arma punzocortante y allí es entrevistado para luego salir y desaparecer en los demás infiernos que le depare el porvenir.

Paulina del Moral González ha sabido, en suma, articular un trabajo eficaz y conmovedor al mismo tiempo: eficaz porque nos aproxima datos ciertos de la realidad, cifras que, sobre todo en lo económico, detonan las mil formas de la violencia social, y conmovedor porque en el relato de Dionisio no vemos sólo a Dionisio, sino a una legión de niños sin futuro, arrojados a un destino en el que la crueldad jamás descansa.


Comarca Lagunera, 20, septiembre y 2021
 

Nota. Dionisio, el niño del tren del norte, fue presentado el lunes 20 de septiembre de 2021 por Facebook. Participamos la doctora Paulina del Moral (autora), la doctora Laura Orellana Trinidad, la maestra Luz María Meza, el maestro Oswaldo Valenzuela y yo con la reseña de este post. 

miércoles, septiembre 15, 2021

Sobre intelectuales








La anécdota es un género narrativo cuyo contenido tiene algo de divertido, de chusco y memorable, y por fuerza debe referirse a un hecho acontecido en la realidad. La definición es mía, así que no vale ni dos centavos, pero sirve para comenzar esta anotación. He escrito algunas, quizá varias, que se mantienen en el limbo editorial, pues no les veo valor para trasegarlas más allá de la sobremesa o de apuntes como este que aquí vas leyendo, por decirlo a la manera de Cervantes. Traigo pues una anécdota.

Estábamos Gerardo García y yo tomando café en el Apolo Palacio, un restaurante exlujoso que había sido orgullo de Torreón, pero que ya para el 94 o 95 estaba convertido en una zahúrda con poca luz, un solo mesero y otro pobre hombre como cobrador en la ociosa caja. Íbamos a ese sitio por una razón simple: nadie entraba, así que podíamos conversar sobre libros sin el estorbo de los impertinentes que llegan y se sientan sin preguntar. El hombre de la caja solía mirarnos con distancia, como molesto. Realmente, lo suyo era admiración, pues siempre nos veía llegar con libros y cuartillas. Un día tomó valor y se acercó a nosotros. Titubeante, apenado, preguntó:

—Disculpen, caballeros, ¿son ustedes intelectuales?

Ni Gerardo ni yo supimos qué contestar. Yo sólo atiné a decir, también vacilante:

—Pues... nos gusta leer.

—Ah. Es que como siempre los veo con libros... —dijo el cajero—Bueno, gracias, ya no les robo su tiempo.

Al salir del café, Jerry recordó el momento con una pregunta implacable:

—¿Cómo responder a eso? Hasta Umberto Eco hubiera batallado para responder que sí.

Hasta aquí la anécdota. Tengo para mí que la palabra “intelectual” es incómoda para los escritores, tanto que casi todos la rechazan. Por una extraña razón, sin embargo, resulta atractiva para quienes ven desde lejos a quienes leen y escriben. En mi experiencia, sé que los escritores se asumen como escritores (poetas, cuentistas, ensayistas…) y en general jamás leeré o escucharé que se presenten como “intelectuales” (“Me llamo Fulano, soy intelectual”). Pero en el uso popular, como ya dije, la palabreja tiene prestigio y sirve para designar casi a cualquier ente cercano a los libros y la escritura.

No pasa nada si la gente designa como intelectuales a quienes les supone tal estatus, pero definitivamente perece pedante que quien recibe la etiqueta se sienta cómodo con ella. Para mí, y esta es una noción personal, son intelectuales no tanto los creadores de literatura, sino los pensadores, los filósofos, los analistas de la realidad a la manera de Bourdieu, Bauman, Lipovetsky o Žižek, por citar a cuatro pensadores originales e influyentes de esta hora.

Ahora bien, recién me topé, en las redes sociales, con la foto de una página en la que Umberto Eco responde una entrevista. Le preguntan: “Usted es uno de los intelectuales más famosos del mundo. ¿Cómo definiría el término intelectual? ¿Conserva para usted algún significado particular?”. La respuesta del semiólogo y novelista piamontés es muy peculiar: “Si por intelectual entendemos todo aquel que trabaja con su cabeza y no con sus manos, un empleado de un banco es un intelectual, y Miguel Ángel no. Hoy, con los ordenadores, cualquiera es un intelectual. Por eso, no creo que la cuestión tenga nada que ver con profesiones o clases sociales. Para mí, un intelectual es alguien que produce nuevos conocimientos haciendo uso de su creatividad. Un campesino, cuando comprende que un nuevo tipo de injerto puede producir una nueva clase de manzanas, está desarrollando una actividad intelectual, mientras que un catedrático de Filosofía que se pasa la vida repitiendo una misma clase sobre Heidegger no tiene por qué ser un intelectual. La creatividad crítica —el espíritu crítico para analizar lo que hacemos o inventar formas mejores de hacerlo— es la única vara para medir la actividad intelectual”.

No le falta razón a Eco. La condición intelectual quizá no depende tanto de trabajar con las manos o la mente, sino de crear, de buscar caminos nuevos para todo y ofrecer soluciones.

sábado, septiembre 11, 2021

El 11 de septiembre aquel

 







La vida se va rápido. Hoy es 11 de septiembre de 2021, así que no me resulta difícil recordar aquella mañana de hace veinte años en la que desperté, como casi siempre, a las razonables siete de la mañana. Mientras preparaba el desayuno para mi primera hija, vi que el televisor estaba en llamas y los conductores de noticieros se desgañitaban con la mala nueva de las Torres Gemelas. Mi hija cursaba su kínder en la Pereyra, jardín de infantes ubicado más o menos donde hoy está el área de salchichonería del HEB Independencia, así que apuré el trance de atragantarla con el desayuno, llevarla a su escuela y volver a casa para seguir uncido a la pantalla. Todavía a las ocho de la mañana no dimensionaba la importancia de lo que estaba pasando, y nadie podía hacerlo sin incurrir en especulaciones y vaguedades.

Se hablaba ya, claro, de terrorismo, pero todo era confuso, pues resultaba muy extraño que en la ciudad más poderosa del mundo fuera a ocurrir lo que veíamos en vivo. Al lado de los conductores de noticias, como Javier Alatorre o López Dóriga, destacaba el recuadro con la toma en vivo desde Nueva York, y una y otra vez las repeticiones de la primera torre en caída libre. Pasaban los minutos y poco a poco se iba sabiendo un poco más acerca del avionazo. Todavía no le hacíamos ni mediana digestión al desaguisado cuando en las pantallas, como si fuera el efecto especial de una película, otro avión se incrustó como venablo en el pecho de la segunda torre. Este segundo impacto lo vimos en vivo, no como repetición. Recuerdo que para los locutores fue inevitable recurrir al tópico: que el avión entró como cuchillo en mantequilla, la comparación más manoseada en aquel momento.

Sin suspender la atención al televisor al menos de oídas, me bañé a la velocidad de la luz y seguí pendiente de los detalles compartidos por los reporteros y los conductores. A lo lejos, todavía difusamente, ya sospechaba que aquello era o parecía un parteaguas, un acontecimiento que cambiaría en algo la dinámica de la sociedad norteamericana o quizá mundial. Era demasiado pronto para saber hasta dónde se extendería la onda expansiva de la tragedia.

Me vestí de prisa. Esa mañana había pedido permiso en la universidad para atender una actividad cultural recientemente puesta en marcha por mi amigo Saúl Rosales en el Teatro Isauro Martínez: el Café Literario. Era martes, y me tocaba guiar la sesión en la que un grupo de lectores, sobre todo de lectoras, y un coordinador desmenuzan un cuento previamente leído por todo el grupo. Recuerdo que llegué a las 10:30 para comenzar la sesión, y dados los acontecimientos, la literatura cedió su lugar a la noticia de momento. La hora y media de la sesión se nos fue en el comentario de los detalles que a retazos todas y todos habíamos pescado desde la mañana.

Lo que pasó después lo fuimos sabiendo con el paso de los días, de las semanas, de los meses y de los años. Fue un atentado a las dos torres y a una parte del Pentágono, se lo atribuyó el extremismo de Medio Oriente, pero con el tiempo se soltó la especie de que fue un autoatentado para justificar una política de guerra contra las denominadas “nuevas amenazas” contra “la libertad”. Diez años antes se había desgajado la URSS, así que la inercia armamentista y agresiva norteamericana necesitaba un casus belli poderoso para invadir países y continuar con su dinámica expansionista. Vayan ustedes a saber qué era cierto y qué no, pues ya para entonces comenzaron a rodar sin freno las fake news y las llamadas postverdades.

No sé si todos los que ya tenemos cierta edad recordamos dónde estábamos el 11 de septiembre aquel. Yo sí: metido en la literatura, como casi siempre.

miércoles, septiembre 08, 2021

Operaciones poéticas de Álvarez Bravo






























Como todos, siempre asocio palabras. Si digo “pintura”, pienso en Diego Velázquez; si digo “canto”, pienso en Pavarotti; si digo “ciencia”, pienso en Einstein; si digo “futbol”, pienso en Maradona. Asimismo, y por razones que ignoro, si digo “fotografía”, pienso en Manuel Álvarez Bravo. Expreso que ignoro las razones pero en realidad no tanto: las imágenes que nos dejó este artista mexicano son, para mí, literalmente imborrables y envidiables. Envidio, envidio en serio, porque me gusta la fotografía, las muchas placas que Álvarez Bravo nos dejó, esos instantes llenos de poesía, la extraña magia que contiene cada uno de los momentos que cazó con su impecable lente. Hay en todas esas fotos una pátina de arte que por supuesto no logra pescar la cámara por sí misma, sino el hombre que la manipula. Además, uno tiene la impresión de que todas las tomas son sencillas. Lo son, de hecho, y tal vez por eso nos sorprenden: debajo de la simplicidad de los momentos que atrapó Manuel Álvarez Bravo hay un temblor de vida, la sutil evidencia de que todo está hecho de fugacidad.
Entre las decenas de imágenes que nos dejó y conozco, tengo mis cuatro o cinco favoritas y son las que cito, todas localizables en internet. “Señor presidente municipal” es una genialidad. Como siempre, pocos elementos son suficientes para armar una atmósfera completa. El alcalde, sentado frente a su escritorio, se pierde junto a la pared donde destaca un cromo del Padre de la Patria; cerca de allí, casi en la misma jerarquía, otras imágenes, entre ellas un almanaque con la foto de una troca. Despeinado, con una especie de susto en su gesto, el indígena mira a la cámara como sin creer en la importancia que el objetivo le confiere. Una foto maravillosa, sencilla y maravillosa.
Imagen viva de la muerte, “Obrero en huelga asesinado” es sin duda una de las fotos más famosas de Álvarez Bravo. La posición del cuerpo, el tono de piel, la camisa y la cara manchadas de sangre, todo hace de esta imagen un instante que condensa el dramatismo de la violencia consumada. Es extraño que no necesitemos el color rojo de la sangre para saber que la mancha gris es roja, brutal y desgarradoramente roja, como si la mente completara por Gestalt el color que se derrama del cuerpo ultimado.
Parece que el humor negro se revela en “Cajas mortuorias”. La mujer, tímida, de perfil, mira hacia donde señala en dedo, un dedo sarmentoso y negro, el dedo de la muerte. La mano pintada en la pared en este caso no pudo ser más siniestra.
Por último, la foto más famosa del gran artista mexicano: “Parábola óptica”, imagen que vemos y nos ve con sus siete surrealistas ojos, una especie de foto que homenajea al ojo, como esas casas de espejos de las ferias en las que nos vemos multiplicados y parece que nos ven desde todos los ángulos. Esta foto bien puede ser una alegoría del internet y sus millones de ojos atentos a los que podemos ser y hacer.
Tengo dos referencias a la mano sobre Álvarez Bravo. La primera, un artículo publicado en el número 29 de la revista El Hijo Pródigo del 15 de agosto de 1945 recogida en libro por el FCE dentro de la colección Revistas Literarias Mexicanas Modernas (México, 1983, p. 377). Lo escribió, con la excelente prosa crítica que también ejerció, el poeta Xavier Villaurrutia. La segunda es de Enrique Krauze en su libro Retratos personales (Tusquets, México, 2007, p. 19). Ambos destacan, no podía ser de otra manera, la peculiar capacidad poética del fotógrafo, una mirada que nos legó imágenes ya inmortales.

Por esto Villaurrutia subrayó: “Detener lo inasible, hacer durar el instante, lograr que los ojos de nuestros dedos palpen el misterio que se desprende a veces de un objeto o se aloja en un ser o en las sombras de un ser y de un objeto, son las operaciones poéticas de Manuel Álvarez Bravo”.

En un tiempo, como el actual, de imágenes por toneladas, no sobra detenerse un poco en la obra de Álvarez Bravo. Quizá así vislumbraremos la diferencia entre una imagen efímera y otra perdurable, con olor a eternidad.


sábado, septiembre 04, 2021

A veinte años de un himno

 









Cuando llegó mi primera hija yo vivía en la colonia Ampliación Los Ángeles, de renta, muy cerca del restaurante OK Maguey, para más señas. Eran años laboralmente difíciles para mí, esposo y padre metido todo el tiempo en la incertidumbre del ingreso, pero jamás pesimista en mi fuero íntimo. Todos los días iba y venía de la chamba, que en esos tiempos era esencialmente la misma que hoy conservo: dar clases, editar, impartir talleres literarios, escribir para la prensa. El tiempo que me quedaba libre, si me era posible, se lo dedicaba a la escritura literaria, y ya por aquellos años comenzaron a bullir en mi interior dos sentimientos: por un lado, que jamás iba a poder dedicarme de lleno sólo a la literatura, y que a mis 35 años había alcanzado cierta mínima seguridad para escribir. Pero aquello era intuitivo, apenas un cúmulo de pálpitos, y no había modo de graficar muy bien mi vida. Como tantos padres primerizos, yo estaba aprendiendo a serlo sobre la marcha, sin tutorial, como se iba pudiendo.

Entre 1997 y 2000 escribí cuatro libros, uno por año: dos novelas cortas, un libro de cuentos y una larga crónica futbolera, la del Santos Laguna, que apareció en 1999. Estaba metido hasta las orejas en la narrativa. Creo que me sobraba energía, porque luego de despachar todas mis obligaciones, incluida la de padre, me daba tiempo en las noches, de 10 a 1 o 2 de la madrugada, para teclear y teclear sin misericordia, como poseído por una voluntad espartana que me apercolló en aquellos años. Luego seguí escribiendo narraciones, claro, pero jamás con el fervor que me asaltó mientras veía avanzar los primeros tres años de mi primera hija.

En 2001 llegó la segunda, y las necesidades aumentaron. Si ya la situación era difícil, más se tornó, pero endiosado por el amor a mi familia le puse el pecho a las adversidades, me hice de más trabajo alimenticio y seguí en la inercia graforreica, sin parar, de lleno ahora en la construcción de cuentos que a la postre serían tres o cuatro libros más. En 2001, en medio del trajín descrito, un hecho inesperado aconteció. Mi amigo Ricardo Serna, productor de audio profesional, me llamó para participarme un deseo: que yo escribiera la letra de un himno, y que él le pondría música. Su idea era que con tal conjunción de esfuerzos lográramos articular la letra y la música del himno del IMSS, institución que recién había lanzado una convocatoria nacional en la que invitaba a todos los mexicanos a escribir el himno del Instituto. Optimista, Ricardo creía que la dupla no era mala, que podíamos intentar la hechura de un buen proyecto. Quedé de trabajar algo en un tiempo razonable, pero no lo hice. La verdad es que mi mente se atareaba en párrafos, en personajes, en ficciones, no en versos, así que pospuse hasta el límite del límite la escritura de la letra. Pasaron varias semanas, quizá meses, no recuerdo, y ya casi estábamos sobre la fecha de cierre cuando otro hecho extraño ocurrió. Lo cuento en el siguiente párrafo.

Un sábado por la tarde, como a las 7, paseaba a mi hija mayor, ya de cuatro años, en la plaza Margaritas, de la colonia ídem, en Torreón, frente a la paletería Bip’s. Por casualidad, Ricardo Serna hacía lo mismo con su hija: coincidimos en los columpios y mientras nuestros retoños se divertían, me dijo, casi resignado, que la convocatoria se cerraba en tres días. Le respondí que intentaría escribir sin falta esa misma noche, y así lo hice. Cuando mi pequeña cayó dormida, fui a mi computadora marca Alaska, de las llamadas de “caja blanca”, y comencé a pujar en busca de una idea. Abrí la página web del IMSS y no hallé nada poéticamente inspirador, y cuando estaba a punto de cerrar la pantalla, se hizo la luz: vi el logo del IMSS, el mismo que se había basado en la escultura de Federico Cantú (Cadereyta, Nuevo León, 1907-Ciudad de México, 1989) y que hoy todos conocemos: el del águila, la madre y el bebé.

En una hora logré tener el borrador de la letra, y en otras dos lo pulí, todo sin abandonar la órbita poética de la imagen creada por Cantú. Cinco horas después de haber visto a Ricardo en la plaza Margaritas, envié por mail la letra a la que luego él añadió música. Lo que pasó después amerita otra crónica, una crónica que podría empezar así: el día que Ricardo Serna y yo ganamos el concurso…


miércoles, septiembre 01, 2021

La familia mexica por Sahagún

 











Uno de los libros imprescindibles de la crónica de Indias es la Historia general de las cosas de la Nueva España. Como sabemos, durante y poco después de la conquista se dio una tremenda destrucción del patrimonio físico aborigen: fueron aniquilados edificios, esculturas, códices, vestimenta, penachos y muchos otros objetos que de haber sobrevivido harían infinitamente más grande el número de vestigios que hoy podemos admirar en los museos. Por suerte, no todos los europeos recién llegados compartían la actitud de bulldozer Caterpillar. Otros hubo, como fray Bernardino de Sahagún, que trataron de rescatar la cultura material e inmaterial del pueblo sometido y gracias a esto tenemos hoy evidencias de una cultura que de cualquier modo no se borró del todo tras la conquista.

Fray Bernardino (Sahagún, España, circa 1499-Tlatelolco, México1590) fue, como se podrá notar en el paréntesis, un hombre longevo. Adhirió a la orden de Francisco y desde su llegada a la Nueva España se topó con el imperativo de profundizar hasta donde le durara la vida en el conocimiento de la cultura mexicana, empezando por el dominio de la lengua, el náhuatl. Con pasión sin orillas organizó la compilación de todo lo que fuera necesario para reconstruir con palabras el mundo de los aztecas, su vida material y espiritual. Es considerado, por esto, y mucho antes de que se inventara la antropología, el primer antropólogo americano.

En México tenemos la suerte de que la Historia general… sea asequible en la edición de Porrúa (colección Sepan cuantos… número 300). Tiene más de mil páginas y casi puedo asegurar que no rebasa el costo de 200 pesos. Ahora bien, fuera de estos datos superficiales y por tanto frívolos, lo que debe interesarnos es su espléndido contenido. Gracias al trabajo del misionero franciscano y el tremendo equipo que coordinó, tenemos, como ya dije, una espectacular reproducción de “las cosas” de Nueva España. Sus páginas, por lo tanto, son un pasaje obligado de todo mexicano que desee saber un poco más de la realidad que encontraron los españoles poco antes, durante y poco después de la conquista.

Este libro está dividido en “Libros”. En el décimo, capítulo I, Sahagún detiene su atención en las “cualidades y condiciones de las personas conjuntas por parentesco”. Aseguro que no podríamos pasar por allí sin agrado ante los meticulosos apuntes del observador. Transcribo a flashazos, y recortados, algunos rasgos de los personajes centrales de la familia tradicional:

Padre. El padre es la primera raíz y cepa del parentesco. La propiedad del buen padre es ser diligente y cuidadoso, que con su perseverancia rija su casa y la sustente (…) La propiedad del mal padre es ser perezoso, descuidado, ocioso…

Madre. La propiedad de la madre es tener hijos y darles leche; la madre virtuosa es vigilante, ligera, veladora, solícita, congojosa; cría a sus hijos, tiene continuo cuidado de ellos (…) La madre mala es boba, necia, dormilona, perezosa, despreciadora, persona de mal recaudo…

Hijo virtuoso. El hijo bien acondicionado es obediente, humilde, agradecido, reverente, imita a sus padres en las costumbres y en el cuerpo; es semejante a su padre y a su madre.

Hijo vicioso. El mal hijo es travieso, rebelde o desobediente, loco…

Hija virtuosa. [Es] virgen de verdad, nunca conocida de varón; es obediente, recatada, entendida, hábil, gentil mujer, honrada, acatada, bien criada, doctrinada…

Hija viciosa. La hija mala o bellaca es mala de su cuerpo, disoluta, puta, pulida; anda pompeándose, atavíase curiosamente, anda callejeando, desea el vicio de la carne (…) esta es su vida y su placer. Anda hecha loca.

Sahagún lo recorre todo. Describe al panal humano por parentesco, clase y oficio, y su manera de anotar cuaja en dos sentidos: el que quiere presentarnos del mundo mexica y el que, sin querer, nos revela de su propia mentalidad de misionero español. Recomiendo que nos asomemos a la magnífica Historia general