Allá por el arranque de
los noventa hice una lectura cómplice de varios libros con Gerardo García
Muñoz. El sistema era simple: nos veíamos dos o tres veces a la semana en el café
Los Globos ubicado en la calle Cepeda, de Torreón, y a cada encuentro
comentábamos el capítulo de un libro previamente determinado. Recuerdo que
nuestra mayor hazaña fue despachar el Quijote, todo comentado hasta donde les
era posible a nuestras herramientas críticas de aquel endenantes.
Pero no fue el único. Creo que Gerardo y yo
resultamos los únicos locos laguneros que alguna vez leyeron, también con el
sistema de la lectura cómplice, La historia de las ideas estéticas en
España, del erudito chupacirios Marcelino Menéndez y Pelayo. En otra
tesitura, mi amigo y yo tomamos cierto día un libro de Porrúa que en realidad
era dos libros en uno: Gog y El libro negro, ambos
de Giovanni Papini (Florencia, 1881-1956). Fue, creo, una revelación, uno de
los ejercicios de lectura más gozosos que yo recuerde. No sólo por haber
compartido comentarios con el agudo Gerardo, sino porque la prosa de Papini se
me apareció como una fiesta espesa de humor y de lo que entonces denominamos
“malditez”. En efecto, el escritor florentino logró entusiasmarme con la
belleza expresiva de las estampas que gracias a Gog, su extravagante personaje,
dibujan un perfil alucinante del mundo contemporáneo, un mundo como casi todos
los mundos: asombroso por sus avances pero esencialmente necio, vanidoso y
ridículo.
Aquella primera convivencia con Papini me
marcó. Con los años, poco a poco, conseguí otros libros de su descomunal
producción, como Hombre acabado (1912), prematura y brutal
autobiografía. A esas alturas ya sabía, empero, que la obra del
gigante italiano podía ser hallada de dos maneras: a trancos azarosos, es
decir, con títulos pescados aquí y allá, sobre todo en librerías de viejo, o de
golpe, si ocurría el milagro de dar con alguna de las escasísimas colecciones
de cuatro tomos publicadas con el sello de Aguilar en 1957.
Y ocurrió el milagro. A principios de diciembre
pasado recibí una llamada: un amigo me filtró la oferta de que cierta persona,
me dijo, tenía varios tomos de Aguilar, y los vendía. Entre ellos estaban los
cuatro volúmenes de Papini, y como el precio era harto asequible, los adquirí y
con ello logré hacerme el mejor regalo bibliográfico de 2018. Cada tomo tiene
más de mil páginas, así que se trata de un regalo para todo lo que me queda de
vida. Venga pues, que el 2019 esté lleno de libros como estos o mejores, si es
que eso es posible.