Ayer
viernes fue ofrecida en la Ibero Torreón la conferencia “La desaparición
forzada de personas: a tres años de Ayotzinapa”. Su expositor fue el maestro
Adalberto Méndez López, director del área de discapacidad de la Comisión
Nacional de Derechos Humanos. El tema de los 43 jóvenes desaparecidos —aunque
enterrados oficialmente con una “verdad histórica” que se agiganta como burla a
medida que transcurre el tiempo— fue detonante, en la ponencia, de una
reflexión más amplia: México puede ser considerado, esto lo creo yo, una
especie de paraíso de la desaparición forzada, un país con tantos casos de esta
naturaleza que nos autorizan a pensar en la categoría de Estado fallido.
Méndez
López expuso con detalle el contexto jurídico en el que se inscribe la
desaparición forzada, y enfatizó que tal crimen supone la participación frontal
o lateral del Estado mediante alguno de sus agentes, cualquiera que sea, y en
ciertos casos su comportamiento omiso, el del Estado, también lo implica en este delito que,
por otro lado, jamás prescribe.
Si
bien es una calamidad global, el especialista subrayó datos mexicanos que
llevan a pensar en un infierno sobre todo para los familiares de las víctimas.
En la actualidad, dijo, hay más de 33 mil desapariciones forzadas, y este dato
puede ser mayor si pensamos que todavía se carece de una estadística confiable
en tal terreno.
Se
trata, por ello, de uno de los principales problemas del país, no de un pequeño
delito recurrente y venial. Al describirlo, el maestro Méndez mostró la gráfica
mexicana de la desaparición forzada por entidades. Es aterradora, trágica por
donde quiera que se le analice. En ella figuraban en primer lugar, hasta hace
poco, Tamaulipas, Guerrero, Veracruz y Coahuila, y muy cerca Michoacán, el
Estado de México y la capital. Esto no significa, empero, que otros estados de
la apaleada República no padezcan el problema, pues se trata de un cáncer
extendido —desigualmente, pero extendido al fin— por todo el mapa mexicano.
Tuve
la oportunidad de preguntar al experto si nuestro gobierno no se encuentra
rebasado, si este problema no ha desbordado ya los límites de la lógica que
permite pensar todavía en la vigencia del famoso estado de Derecho. La
respuesta fue cruda, pero con un fleco optimista: ciertamente el panorama es
pavoroso, pero la presencia de muchas instancias dedicadas a velar por los
derechos humanos es un avance. Lo que hay que lograr ahora es, entre otras
cosas, que actúen, que actúen bien, con firmeza.