Me dicen que está
disponible en Netflix, así que puede ser vista ya por casi cualquier
interesado. Me refiero a La vida de
Calabacín, película que recién fue ofrecida en la Muestra Internacional de
Cine organizada en La Laguna por la Ibero Torreón en coordinación con la
Cineteca Nacional. ¿Por qué la recomiendo? Entre las siete películas exhibidas
durante la Muestra hubo, según los expertos, alta calidad, pero sólo quiero
detenerme en esta obra francohelvética.
Generalmente
asociamos los filmes de animación a la más pura fantasía. Así lo hemos visto
desde que se descubrió, a la par de los dibujos animados, la técnica para dotar
de vida a figuras elaboradas con sustancias maleables, como la plastilina u
otras parecidas. La vida de Calabacín (Ma vie de Courgette, Suiza-Francia,
2016, 66 minutos), del animador suizo Claude
Barras en colaboración con la cineasta Céline Sciamma, es un gran ejemplo de la
contundencia que puede llegar a tener la animación cuando se aplica no tanto a
la fantasía desbordada sino a la “vida real”, a la más cruda circunstancia
humana.
Calabacín —sobrenombre de Ícaro— es un niño que ante la pérdida de sus
padres debe ir al orfanato. Su profunda tristeza es inocultable, y con ella
llega a cuestas al espacio que en teoría debe resguardarlo y sustituir hasta
donde sea viable la falta de un hogar y, en lo posible, llenar el vacío dejado
por las dos tremendas ausencias. El orfanato no le depara, sin embargo, muy
buenas noticias: sus compañeros han pasado, cómo él, por experiencias altamente
traumáticas, dolorosas en grado superlativo, incluso más duras que las
padecidas por el pequeño Ícaro.
Sin mejor opción, Calabacín comienza a suturar las heridas y establece,
no sin conflictos, lazos de amistad y camaradería, e incluso de amor tras la
llegada de Camille, niña igualmente azotada por la vida. No se trata, empero,
de la cinta chantajista que presupondríamos. La crudeza del pasado que carga
cada inquilino del orfanato entra en juego para mostrarnos relaciones
conflictivas, reincidencias en el hundimiento emocional de cada niño.
Nominada al Oscar como mejor película de animación, La vida de Calabacín es, en su especie, un producto estimable. El
relato de la existencia a contracorriente, sin concesiones, evidencia lo mucho
que todavía podemos aprender sobre la fortaleza humana y su capacidad para
rehacer lazos de afecto allí donde aparentemente ya hay muy poco por reconstruir
y por salvar.