Desde hace pocos y orgullosos años, casi diez, gozo la amistad de
Alejandro Dolina. Es una amistad distante, pues el Negro, como le dicen, vive
en Buenos Aires, donde es un tipo apabullantemente famoso por varias razones:
un programa radiofónico nacional ya mítico, entrevistas a pasto en radio y en
televisión, alguna aparición en teatro y, no puede faltar en esta lista, varios
libros que han corrido con merecida buena suerte. Decía que es una amistad
distante en el aspecto geográfico, pero no por ello en el afectivo.
Respeto, admiro y quiero a Dolina, y creo no equivocarme si digo que él me
estima bien, que soy quizá su amigo mexicano más próximo.
Opinador lúcido y lúdico de todo, para observar sabe colocarse sin
falta en un mirador que no por diferente es excéntrico. Siempre que lo escucho,
siempre que lo leo, tengo la incómoda impresión de que lo comentado por él
estaba allí, a la mano de quien fuera, incluido yo, pero que a nadie se le
ocurrió reflexionarlo de esa forma. Es como si el Negro pensara siempre por un
camino lateral al que recorre la mayoría, pero no necesariamente remoto. Por
eso, cuando aquí y allá me topo con alguna de sus ideas, digo inevitablemente
“caray, eso debí pensarlo yo, es tan evidente y lógico”.
Este sentimiento lo experimenté cuando leí, hace ya más de diez años,
un relato suyo algo conocido. Lleva por título “Instrucciones para elegir en un
picado de futbol” (“picado” es en Argentina lo que para nosotros es
“pica”, “cascarita”). Es un texto brevísimo y conmovedor, pues en una baldosa
nos gambetea para encaminarnos hacia la reflexión de asuntos trascendentes: la
amistad, el trabajo colectivo, el destino, la solidaridad, el triunfo, la
derrota. Lo recordé y lo cito porque siento que es harto jodido lo que está
pasando ahora: los vientos de la educación exitista que soplan en el mundo nos
han convencido de que no hay nada más allá, o más acá, de la victoria, que
ganar es lo único que existe, que quien pierde no merece ningún respeto. Bien
mirado, no está mal desear el triunfo, pero tampoco está mal saber perder,
aprender a asimilar las derrotas como parte inherente, querámoslo o no, de la
vida.
Las derrotas suelen ser frecuentes cuando trabajamos solos y quizá lo
son más cuando tratamos de conseguir el triunfo en un equipo donde es necesario
armonizar estados de ánimo y talentos. Lo comento de nuevo por el caso Messi.
¿Nos hemos puesto a pensar en lo que pasaría si él hubiera
sido tenista o boxeador? ¿Habría alguien que pudiera ganarle? Pero no, es
futbolista, trabaja en conjunto con otros, y jamás podremos medir qué tanto exactamente
le pertenece en las derrotas y en los triunfos.
Por esta razón me regresó a la mente el relato de Dolina. Recordé con
claridad que el futbol no es una actividad que practicamos solos, y que en la
victoria y en el fracaso debe haber ganancias o pérdidas compartidas, y encima
de ellas, si se puede, respeto indefectible por el compañero. Este es el texto
del Negro. Díganme si no es verdad lo que contiene:
Cuando un grupo de amigos no enrolados en ningún equipo se disponen para jugar, tiene lugar una emocionante ceremonia destinada a establecer quienes integrarán los dos bandos. Generalmente dos jugadores se enfrentan en un sorteo o pisada y luego cada uno de ellos elige alternativamente a sus futuros compañeros.
Se supone que los más diestros son elegidos en los primeros turnos,
quedando para el final los troncos. Pocos han reparado en el contenido
dramático de estos lances.
El hombre que está esperando ser elegido vive una situación que rara
vez se da en la vida. Sabrá de un modo brutal y exacto en qué medida lo aceptan
o lo rechazan. Sin eufemismos, conocerá su verdadera posición en el grupo. A lo
largo de los años, muchos futbolistas advertirán su decadencia, conforme su
elección sea cada vez más demorada.
Manuel Mandeb, que casi siempre oficiaba de elector observó que las
decisiones no siempre recaían sobre los más hábiles. En un principio se creyó
poseedor de vaya a saber qué sutilezas de orden técnico, que le hacían preferir
compañeros que reunían ciertas cualidades.
Pero un día comprendió que lo que en verdad deseaba, era jugar con sus
amigos más queridos. Por eso elegía a los que estaban más cerca de su corazón,
aunque no fueran tan capaces.
El criterio de Mandeb parece apenas sentimental, pero es también
estratégico. Uno juega mejor con sus amigos. Ellos serán generosos, lo
ayudarán, lo comprenderán, lo alentarán y lo perdonarán. Un equipo de hombres
que se respetan y se quieren es invencible. Y si no lo es, más vale compartir
la derrota con los amigos, que la victoria con los extraños o los indeseables.