Agustín Basave añadió
una “u” y con eso amonedó una palabra-alebrije que le viene muy bien al México
actual: “feuderalismo”, que en síntesis se refiere a un país, el nuestro,
dividido en feudos que en muy poco se diferencian de los medievales. En ellos
manda un Señor (uso la mayúscula para que consuene con el estilo oscurantista)
que extrae toda la riqueza posible sin más límite que el que demarque su
ambición. Este régimen ha echado por los suelos al federalismo que supone el
interés armónico de tres estratos de gobierno: el federal, el estatal y el
municipal. Sin que se salven en su voracidad, el primero y el tercero parecen
poca cosa junto a las trapacerías que hoy más que nunca cometen los
gobernadores.
Insisto: sin que el
gobierno federal y los municipales puedan ser eximidos de culpa, los estatales
han venido demostrando que atraviesan por su época dorada. Tengo para mí que el
fenómeno despuntó desde el zedillato, cuando la figura presidencial,
omnipotente todavía hasta Salinas, comenzó a perder peso, a diluirse en sujetos
ora grises, ora ignorantes, ora obsesivamente crueles, ora zafios. Mientras un
presidente los mantuvo en cintura, los gobernadores podían hacer de las suyas
con buen margen de maniobra y hasta enriquecerse para toda la vida y la de
muchas de sus generaciones sin que se notara, nomás lo estrictamente necesario.
Hay casos como el emblemático de Flores Tapia en los que el propasamiento
devino jalón de orejas y hasta caída para frenar el exceso. Aunque suene
indeseable, el teatro era controlado desde el centro, y los gobernadores sabían
a qué atenerse.
Ahora parece que eso ya
no existe, que pasamos de un desequilibrio a otro igualmente nocivo o quizá
peor, pues la corrupción extrema, al pulverizarse, termina por habituarnos al
escándalo diario de cada estado. Los gobernadores de esta hora no tienen llenadera
y en apariencia no hay modo de fiscalizarlos. Más allá de simulacros
excepcionales como el de Padrés, los gobernadores sangran las arcas públicas,
se vinculan con la delincuencia, controlan a la prensa con plata o plomo, crean
cuerpos parapoliciacos que siembran el terror, y al final, cuando terminan sus rapaces
mandatos, tratan de cuidar la retirada con algún delfín o de plano se fugan
como lo que son, prófugos de la justicia desde que ejercían en sus casas de
gobierno.