Enrique
Serna publicó recién en Letras Libres
un texto estremecedor titulado “Explotación
del consumidor”. Pese a su brevedad, puedo considerarlo ya el último clavo
que pongo en el ataúd de mi relación con el consumo. No quiero decir (no estoy
loco) que dejaré de comprar todo cuanto habita en la publicidad y los
aparadores, pero sí que radicalizaré mi ya de por sí severa relación con muchos
productos y servicios que constituyen en México una forma torrencial de
ganancias para muchos delincuentes famosos por su respetabilidad.
“La
explotación del consumidor es un fenómeno mundial, pero en países con altos
índices de impunidad, como nuestra suave patria, está cobrando visos de
pesadilla. Teléfonos de México, por ejemplo, acumula enormes botines con los
cobros de servicios no solicitados por su clientela”, dice Serna, y en seguida
pasa a reseñar algunos de esos casi invisibles cobros que los bancos y otras
empresas encajan a los clientes y terminan siendo verdaderas alfaguaras de
riqueza.
En
un país como el nuestro, arrasado por la susodicha impunidad, es pan diario ser
asaltado sin violencia. De a pesito en pesito, los tiburones de innumerables
empresas hincan los colmillos en la clientela, y cuando algo puede ser regulado
sucede que los dueños del balón —los bancos son expertos en esto— hacen el lobby que no puede hacer la ciudadanía
representada por legisladores entreguistas, fácilmente comprables.
Mi
deseo, pues, es no firmar más contratos, sacar la vuelta a la letra chiquita
como si tuviera peste negra, y comprar sólo lo estrictamente necesario. Y más
allá de los contratos, es irritante saber, por ejemplo, que unas palomitas
grandes en el cine cuestan más de cincuenta pesos y en la vida real no
costarían ni cinco, o que una camisa valga dos mil pesos sólo porque ostenta la
estupidez de una marca, o que un coche nuevo se deprecie 30% cuando se recibe
la factura, antes incluso de conducirlo por primera vez.
Aun
radicalzado, sin embargo, es imposible escapar del abuso. Hace poco un joven
grabó el robo del que fue víctima en una gasolinera: pidió tanque lleno y le
surtieron 56 litros; luego, manual en mano, demostró que a su coche sólo le
cabían 46, diez menos. Fue un caso de agandalle extremo, pero si lo hubieran
esquilmado con medio litrito no lo habría notado, dejaba la ganancia extra y
fin. Así nos merman con el gas, la luz, todo, en este país patasparriba.