Dos son las principales
catástrofes que acaso irreversiblemente han infligido los últimos gobiernos a México: 1) agudizar la injusticia económica desde 1928 y más aceleradamente desde la era tecnocrática (1988), y 2) arraigar hasta el tuétano el hábito de la mentira, el embuste, la
transa, el doblez, la hipocresía, la simulación y todo lo que se le parezca.
Ambos estropicios van de la mano, como si el primero fuera resultado del segundo,
y viceversa: a más precariedad económica, más patrañas, y a más patrañas, más
precariedad económica, de suerte que vivimos en una gran pecera en la que es
imposible sobrevivir sin participar como víctimas, victimarios o las dos cosas
a la vez.
Publiqué apenas un
texto cuyo título es “Vivir
siempre mermados”; digo allí que en grande y en pequeño siempre recibimos,
como clientes, pellizcos de parte de quienes nos ofrecen un producto o un
servicio. Expongo que es inevitable ser robados, que así sea con algunos
mililitros o algunos miligramos jamás recibimos litros o kilos exactos, los que
pagamos. Y así todo.
Luego de subir tal
texto al blog fui a desayunar. Elegí lo de todos los sábados para un lagunero convencional: gorditas. Pedí
tres, una de ellas de carne con chile verde que tenía dos trocitos (no exagero) de carne y todo lo demás de papas, y es
allí donde recibí mi merma por esa transacción. Entiendo que, ante la economía
demolida que ya mencioné, todos busquen o busquemos nuestro acomodo, que para
sobrevivir usemos técnicas de engaño similares a las del camuflaje en el reino animal, pero es
evidente que una gordita de carne con chile verde no es lo mismo que una
gordita de papas verdes. La mentira, pues, está enquistada en el alma de casi
todas las transacciones mexicanas, y no las denunciamos también por dos
razones: 1) son tantas que perderíamos la razón si las cuantificamos; y 2) sería
tortuoso denunciarlas ante la ley, así que preferimos aceptarlas como parte de
nuestra vida cotidiana.
En efecto, ¿nos hemos
preguntado qué pasaría si ante la Profeco reclamamos por algún producto o
servicio mal dispensados? Sé que nos hemos preguntado eso, y quizá algunos
hayan optado por seguir el camino de la ley con los resultados previsibles: lentitud,
burocracia, impunidad. La opción que queda es callar y seguir, tal vez sumarnos
al embuste, añadir nuestro granito de mierda a esta realidad picaresca, de
escarabajos hambrientos por quitar algo a otro, sea quien sea.
Por un lado están los
robos sutiles y por ello invisibles (o casi), principalmente los relacionados con
los servicios básicos: el gas, la luz, la gasolina, la telefonía, el agua. Con
un peso que sumen a cada recibo, o con que sirvan poco menor cantidad de
la que cobran, lo que nadie notaría, es suficiente para que se dé el robo. En
eso no tenemos escapatoria, allí perder es inevitable aunque nos acompañe el
Santo Niño de Atocha. En otro ámbito están los robos por bienes o servicios de
segunda necesidad, esos que contratamos de urgencia o por gusto, porque podemos
o porque queremos darnos un pequeño lujo. Contaré un caso relacionado con el
mundo editorial para que veamos que en todos lados se cuecen triquiñuelas. Quizá
esto sea muy bien sabido en la capital, pero estoy seguro que en provincia no
lo es tanto. Va.
Hace algunos años
recibí un mail de un hombre al que jamás vi en persona. Me lo había encarrilado
una amiga común, y básicamente era para que yo le diera una somera asesoría
editorial. Grosso modo, el hombre me
explicó que había escrito un libro, el primero de su vida, y deseaba
publicarlo. Creo que tenía un aire de libro de autoayuda. Para lograr su
propósito de publicar, el autor envió la propuesta a una editorial del DF que
le respondió afirmativamente, con una carta. Allí comenzaron mis sospechas.
Originalmente creí que, para mi asombro, una prestigiada editorial del DF había
aceptado publicar el libro de un desconocido. En la carta vi que no, que
se trataba de una especie de coedición: la editorial (que se presentaba con el
nombre de una empresa muy prestigiada y sin embargo en la carta tenía el
membrete de una imprenta) ofrecía publicar mil ejemplares a 180 mil pesos (cerca de nueve mil dólares) por
un libro de 150 páginas. El costo sería absorbido a partes iguales (50% cada uno) entre el autor y la
editorial.
Con sutileza, para no
desalentarlo u ofenderlo, traté de hacer ver al autor que debía cotizar en una
imprenta local, lagunera, sólo para comprobar si por la impresión de mil libros
de 150 páginas le cobraban menos de 180 mil pesos. Como la editorial usaba en
la carta (la conservo) un lenguaje técnico exacto, muy formal, tanto así que parecía lo más
serio del mundo, sentí que el autor estaba entusiasmado con el negocio,
pero yo sospeché. Luego de recomendarle que debía pedir un nuevo presupuesto ya
no recibí más comentarios y no supe qué pasó, si ese libro salió o no, nada.
Lo que sospeché y no dije
fue esto: que el editor había entusiasmado mañosamente al autor. Que con
lenguaje profesional deseaba persuadirlo de imprimir mil libros a 180 mil
pesos, una cotización que me pareció descomunal. Creí ver dónde estaba el
truco, el gato que querían darle por liebre. Le decían al autor que el pago
sería de 90 mil de cada parte, y que cada parte tendría 500 ejemplares, pero en
realidad iban a imprimir 530, 540 o 550 si mucho, es decir, bastante menos de
mil. El negocio era engatusar al cliente con la idea de la aceptación formal,
con carta membretada y toda la cosa, para publicar en un sello importante y decirle
que serían mil ejemplares, que la editorial estaba tan convencida sobre el
valor del libro que se atrevía a quedarse con 500 ejemplares de un autor sin
renombre, primerizo. El lector, usted, ya se habrá dado cuenta de que publicar esos
530 ejemplares no cuesta 90 mil pesos, sino 30 o 40 mil a lo mucho, de suerte
que el editor, sólo por decir sí y maquilar a la carrera un libro que no le
interesaba en su catálogo, ganaría 60 o 70 mil pesos libres de molestias. Un
negociazo. Todo esto lo conjeturé, pero no pude comprobarlo. Luego el tiempo se
encargó de poner en mi destino un caso similar.
Un amigo reciente, al
enterarse de que me dedico a escribir y trabajar con libros, me puso al tanto
de un proyecto emprendido por su padre, autor de un primer libro, creo una
novela. Básicamente era lo mismo que le había pasado al otro autor. La
editorial lo convenció de hacer la inversión, le envió sus 500 libros y una o
dos fotos de su libro en el aparador de una librería chilanga. Le dijo además
que los 500 ejemplares que correspondieron a la editorial serían distribuidos
en todo México. Pasados algunos meses, el hijo del autor monitoreó dos o tres librerías
importantes del país y en ninguna estaba el libro. Fue entonces cuando nos
vimos, me platicó la historia y, pese a lo desagradable del tema, le compartí
mi hipótesis: esos tiburones habían medrado con el entusiasmo de su padre, le
habían tumbado 100 mil pesos para publicar 500 ejemplares. Invirtieron 30 o 40
mil y ellos se quedaron con 60 mil del águila. Sólo habían impreso unos pocos libros
más para simular que los tenían en existencia, pero jamás le mostraron los supuestos
500 correspondientes a la editorial ni le dieron un reporte de la distribución
simplemente porque no se puede distribuir lo que no existe. El colmo del
cinismo fue que, ante el deseo del autor de ofrecer su libro en la FIL, los marrulleros
editores le pidieron otro bonche grande de dinero, pero el autor declinó.
Estos dos ejemplos
quieren evidenciar que ningún trato o negocio en México es totalmente
confiable. El engaño acecha en todos lados, con letra chiquita o sin ella, y si
nos descuidamos, si nos acercamos al mercado con ingenuidad, vamos a ser
desplumados sin que nadie, ni el gobierno ni la santísima virgen, regule nada. Estamos a
merced de miles y miles y miles de logreros.