Uno
de los problemas más agudos que tiene el escritor, como casi cualquier ser
humano, es conseguir los recursos necesarios para vivir, acaso para sobrevivir.
Si damos por sentado que escribir poesía, cuento, novela, ensayo y dramaturgia
no son precisamente una garantía de éxito económico, quien se dedique a urdir
párrafos debe pensar qué puede hacer para seguir comiendo sin renunciar a la
literatura, para seguir en la grata compañía de las palabras escritas y leídas.
Hablo de los ingresos sostenidos, recurrentes, incluso quincenales o semanales,
no de los premios u otras venturas esporádicas. El asunto es peliagudo, y más
en la periferia, allí donde la cultura no es bocado de consumo habitual entre
la población.
Cuando
comencé a escribir, en el “clima de época” (como le llama Eduardo Jozami) de mi
primera formación, todavía estaba de moda escribir desde una posición, digámoslo
con una palabra convertida hoy en burla, progre.
El escritor no ambicionaba una vida material ostentosa y para él era preferible
pasar algunos sacrificios antes que entregarse a la mundanal explotación.
Aceptaba empleos fijos o “semifijos” en la burocracia cultural, en la docencia,
en el periodismo, en el mundo editorial o en el azar, todo para pagar, con el
dinero estrictamente necesario, el alimento y el alquiler de la buhardilla. Generalizo,
por supuesto, pero creo recordar que ninguno de los escritores que traté en
aquella época tenía como prioridad hacerse rico o siquiera vivir con cierta
holgura. Sospecho que era hasta motivo de vergüenza aspirar a (o ser)
pequeñoburgués, de ahí que en ese tiempo, el de los “escritores comprometidos”,
conocí casos de sacrificio que rayaban en la ascesis.
Prosigo
en la inevitable generalización, pero sé que, pese a esto, algo queda en claro
para saber qué puede hacer un escritor para sobrevivir. No ha sido infrecuente
que en talleres literarios me haya tocado trabajar con estudiantes de carreras
nada literarias. Con alguna preocupación me han confesado que les gusta la
literatura y que tal vez debían dedicarse a ella desde la mismísima
universidad, pero que no habían tenido otra opción que estudiar ingeniería,
derecho o cualquier otra carrera vinculada al mundo práctico. Invariablemente
les respondo que no es necesario estudiar letras para dedicarse a ellas. Con
leer mucho y bien es suficiente para tratar de escribir, aunque tampoco esto
garantice que los resultados vayan a ser notables. Grandes escritores han
existido que se ganan la vida en oficios nada literarios, pero es un hecho que
ninguno ha podido prescindir de, al menos, una formación autodidacta, es decir,
ninguno se ha olvidado de leer. Allí está la clave: leer, leer rigurosamente,
con todos los sentidos puestos en lo que se lee, es fundamental para aprender a
escribir, no tanto asistir a cursos o talleres u obtener títulos.
Es
algo raro, sin embargo, que un escritor se gane la vida, digamos, con la
medicina o la plomería. Por una especie de inevitabilidad —y si bien no se
ganan la vida directamente con lo que escriben—, la mayoría de los escritores
trabaja en las cercanías de lo literario: dan clases, hacen periodismo, editan,
corrigen, traducen, conferencian, investigan, hacen guiones, dictaminan,
promueven la cultura… Es raro pues que un escritor no se coloque cerca de su
oficio, pero insisto que no hay reglas. La única regla es, en todo caso, cuando
hay verdadera vocación, mantenerse vivo para seguir, no importa cómo,
escribiendo.