Una semana después pude decirle la
verdad. La tomó tranquilamente, casi abochornado por el papelón del martes. Me
había caído como caen todos estos inocentes: por un consejo de un amigo de un cuñado,
esas carambolas que tiene la recomendación de mi negocio. Noté su optimismo y
su ingenuidad desde el primer correo electrónico. Se trataba de una novela de 800
páginas sobre un pueblo mítico, con personajes entre mágicos y disparatados, en
teoría apocalíptica y con mensaje concientizador, rollo sólo legible si se
ostenta una voluntad cercana a la abnegación. Quedamos de vernos en un
Starbucks, lugar en donde definiríamos los pormenores del convenio. Llegó con
dos engargolados harto gordos. La novela no cabía en uno. Pensé que la llevó en
papel no por miedo al robo electrónico, sino por la superstición del tamaño en
la escritura literaria. Para él, su novela era buena independientemente del
contenido y la prosa, es decir, sólo porque era inmensa. Quise rechazar el monstruoso
ofrecimiento, pero dijo que pagaría bien la ayuda por cuidarla e imprimirla.
Tengo, como cualquier microeditor de provincia, permanentes necesidades
materiales, pero no tantas como para animarme a encarar tareas de ese tamaño,
punto menos que infinitas. A ojo de buen lector eché un vistazo a las primeras
cuartillas bajo la mirada atenta del autor. Era necesario meter mano dura a la
sintaxis, pero la ortografía no parecía tan deficiente. Respiré hondo y advertí
que el jale representaba una inversión larga de trabajo. Me dijo que estaba
dispuesto a esperar lo que fuera, uno o dos meses. Yo había pensado en un año.
Pero bueno, negociamos que en tres meses y adelante, acordamos el anticipo y a chambear.
Me dio una USB y de inmediato, en casa, procedí a enderezar ese vestiglo
narrativo. Revisiones veloces y aburridas fueron y vinieron, y al fin llegó a
la imprenta. Contra mi recomendación, pidió imprimir dos mil. Yo pensé en 200.
Hizo lo que pudo para promover su presentación y la imprenta se demoró hasta el
día D. Esa tarde no teníamos libros, y calculé que hubiera sido lo mejor. La
presentación avanzó tensa. Los libros (una caja con 70) llegaron casi al
final del acto y el autor respiró aliviado. Luego, cuando ofreció el libro a la
venta, el público compró tres. Hoy acabo de decirle que así es esto, que para
empezar debimos imprimir cien, tal vez menos.