sábado, diciembre 10, 2016

Finiquito












En la desesperación todo es posible, todo, incluso que yo haya tenido esta idea. La situación se había complicado tanto que estuve a punto de autofiniquitarme. No lo hice por cobarde, aunque la vengo pensando desde hace años. Lo que me atemoriza es el método: tirarme de un puente, ingerir algún veneno, recurrir a una modesta soga o terminar con un balazo en la campanilla. No sé. Lo pensé muchas veces y nada me convenció. Sé que pensarlo tanto, en el fondo, era cobardía pura, pero me engañaba pensando que en cualquier oportunidad tomaría la decisión de utilizar el mejor recurso. Mientras tanto crecieron los problemas. Todo se agrandó hasta llegar a niveles de alarido. Mantuve la calma no por serenidad, sino porque sabía que contaba con una solución cabal, instantánea. Entonces, cuando al fin estuve convencido de que no había otro camino, llegó la solución: por una carambola de esas que sólo ofrece la realidad, caí en la oficina mugrosa de un politiquillo famoso por haber atravesado todos los pantanos y seguir de pie, convertido en una lacra pero asombrosamente bien atornillado al poder y todavía medrando de las arcas municipales. No explicaré cómo llegué allí, pero el supuesto era, por decir lo menos, estúpido: en teoría yo trabajaba de matón. El trabajito consistía en desaparecer a alguien, en borrar del croquis local a un enemigo del patrón. Se supone que yo tenía un arma. Me dio los detalles sobre el sujeto en un fólder apropiadamente rojo, y allí mismo la primera parte del pago amarrado con una liga. Salí del edificio y la realidad me pareció más grande, como afantasmada por una poderosa sensación de lejanía. Lo que hice fue dejar el dinero a mi mujer, avisar al sujeto para que huyera y luego retirarme sin explicar más. Compré algunas latas de comida, agua, varios paquetes de cigarros. Luego alquilé una habitación de hotel barato y me metí a esperar, a dejar que pasara el tiempo. Aquí he visto televisión, sólo televisión, y no he querido escribir nada. Calculé que en cinco días se les agotaría la paciencia, pero erré: fue en cuatro. Cuando escuché que tocaban la puerta sentí que por fin la espera había acabado. Ya no sería necesario el veneno, la soga ni el balazo, mi balazo. Aquellos hombres defraudados me darían el finiquito.