En
la desesperación todo es posible, todo, incluso que yo haya tenido esta idea.
La situación se había complicado tanto que estuve a punto de autofiniquitarme.
No lo hice por cobarde, aunque la vengo pensando desde hace años. Lo que me
atemoriza es el método: tirarme de un puente, ingerir algún veneno, recurrir a
una modesta soga o terminar con un balazo en la campanilla. No sé. Lo pensé
muchas veces y nada me convenció. Sé que pensarlo tanto, en el fondo, era
cobardía pura, pero me engañaba pensando que en cualquier oportunidad tomaría
la decisión de utilizar el mejor recurso. Mientras tanto crecieron los
problemas. Todo se agrandó hasta llegar a niveles de alarido. Mantuve la calma
no por serenidad, sino porque sabía que contaba con una solución cabal,
instantánea. Entonces, cuando al fin estuve convencido de que no había otro
camino, llegó la solución: por una carambola de esas que sólo ofrece la
realidad, caí en la oficina mugrosa de un politiquillo famoso por haber
atravesado todos los pantanos y seguir de pie, convertido en una lacra pero
asombrosamente bien atornillado al poder y todavía medrando de las arcas municipales.
No explicaré cómo llegué allí, pero el supuesto era, por decir lo menos,
estúpido: en teoría yo trabajaba de matón. El trabajito consistía en
desaparecer a alguien, en borrar del croquis local a un enemigo del patrón. Se
supone que yo tenía un arma. Me dio los detalles sobre el sujeto en un fólder apropiadamente
rojo, y allí mismo la primera parte del pago amarrado con una liga. Salí del
edificio y la realidad me pareció más grande, como afantasmada por una poderosa
sensación de lejanía. Lo que hice fue dejar el dinero a mi mujer, avisar al
sujeto para que huyera y luego retirarme sin explicar más. Compré algunas latas
de comida, agua, varios paquetes de cigarros. Luego alquilé una habitación de
hotel barato y me metí a esperar, a dejar que pasara el tiempo. Aquí he visto
televisión, sólo televisión, y no he querido escribir nada. Calculé que en
cinco días se les agotaría la paciencia, pero erré: fue en cuatro. Cuando
escuché que tocaban la puerta sentí que por fin la espera había acabado. Ya no
sería necesario el veneno, la soga ni el balazo, mi balazo. Aquellos hombres
defraudados me darían el finiquito.