Hubo un tiempo en el que no pasaba nada,
en el que su organismo atravesaba días y noches sin sufrir ni sombra de
dolencia, incólume. Eso no duró poco. Fueron años, lustros, décadas, cuatro
décadas enteras, todas con días de 24 horas, todas con horas de sesenta
minutos, sin un solo malestar, ni el más pequeño. La vagancia, los juegos, las
vacaciones enteras en trajines físicos no dejaban traslucir la existencia del
cansancio. La máquina estaba nueva, y así, como nueva aunque no lo fuera, duró
por más de cuatro décadas. Luego, algo más allá de los cuarenta, muy entrados
los cuarenta, casi al rasguñar el medio siglo, algo pasó. Sin avisar,
silencioso como el avance de un felino, el tiempo llegó con su zarpazo y
comenzaron los avisos. Un día cualquiera fue al consultorio de la compañía
movido por un simple dolor de cabeza. El doctor le dijo siéntese, le colocó el
brazalete, manipuló la bombita con manguera y vio el resultado de la presión.
Mala señal. “Tome esto y venga mañana”. Y al día siguiente sucedió lo mismo,
aunque en los hechos no era lo mismo, sino algo peor, pues confirmaba la mala
situación: la presión se movía en rangos peligrosos. “Siga tomando la pastilla
que le di y vuelva mañana”. Los días fueron pasando hasta que la pastilla logró
establecer el equilibrio. “Tendrá que tomar esto de ahora en adelante, todos
los días, y caminar y cambiar de hábitos alimenticios”. Ni siquiera fue
necesario esperar que el cuerpo le diera más malas noticias de manera gradual.
El médico se encargó de evitar rodeos. “Debe ver su corazón, ir con un
especialista. Casi tiene cincuenta y ha llegado la hora de revisarse con
ciudado”. Bien. No pasa nada. De una forma secreta siempre esperó esto, el
primer aviso serio del cuerpo, y ya había llegado. Lo que no esperaba es lo que vino
después: luego del primer aviso se sucedieron los otros. El cardiólogo no había
sido muy optimista y hace dos días apareció algo nuevo: sin reparar en las
consecuencias acomodó varias cajas y con una de ellas sintió el jalón en la
espalda baja. Pensó que el dolorcito sería pasajero, pero ahora veía que no,
que tendido en la cama, inmovilizado por el dolor, sólo esperaba que eso no
fuera a multiplicarse ni le diera peores noticias. Pero era mucho soñar. El
tiempo bueno había pasado.