Imposible borrarlo de la cabeza,
imposible. Diez años después luego del golpe me animé a ver el video. Por
supuesto que yo conocía su éxito, las miles de veces que fue reproducido en
YouTube, pero durante todos estos años me mantuve lejos de la secuencia porque
la imaginaba atroz, y ahora veo que no fue para tanto. Caí de espalda, casi me
rompí la clavícula izquierda, pero hay algo allí que ayuda a mitigar el mal
momento. En fin. Entré al video y vi a Olga con el micrófono en mano, con su
voz inentendible y chillona, vestida de payasita. Poco antes de aquella fiesta
me llamó. “Héctor, ¿sigues haciendo gimnasia?”. Le respondí que sí, que cada
vez le dedicaba menos tiempo pero que sí, seguía en la gimnasia. La verdad,
llamarla así, “gimnasia”, era desmesurado. Me gustaba aprovechar los tres
aparatos del gym dedicados a la gimnasia olímpica: unos aros, un caballo con
arzones que jamás pude dominar y unas barras paralelas. Además, echaba maromas
en un piso más o menos blando usado en el local para el baile reductivo. Esa
era toda mi gimnasia, y por eso me llamó Olga. “Quiero pedirte un favor. Como
me dedico a la animación de fiestas infantiles, hoy en la tarde tengo una. Los
padres del niño dicen que les encantaría, y pagarían lo que fuera necesario,
para que tuviéramos un Hombre Araña. Ya conseguí el disfraz, pero me falta el
amigo que quiera usarlo. Pensé en Roberto, mi hermano, pero es algo gordo y no
se vería bien. ¿Te animas? Son 500 pesos por aparecer diez minutos y tomarte
fotos con el festejado”. La oferta parecía irrechazable, y además tenía mucho
de favor. Esa tarde caí en la fiesta y esperé mi oportunidad. Al oír que
mencionaban al Hombre Araña, yo saldría de un vestidor improvisado, y así lo
hice. Pegué dos o tres maromas que salieron muy bien, luego otra, y cuando
corrí a la pared para hacer una vuelta invertida, un pie se resbaló y adiós
todo. Tuve que levantarme, sentí que me rodaban las lágrimas y ni siquiera
podía sobarme. Me mantuve cuanto pude en cuclillas, casi como araña. Yo sabía que la
gente pensaba en mí, que suponía mi dolor, pero no podía verlo. Diez años después
lo pienso así: el video chusco no lo es tanto porque la máscara me protegió. De
haberse visto mi rictus, mi gesto, la burla hubiera sido peor.