En
el camino a casa se descompuso el bocho. Yo iba contento, pues por primera vez
en quince años gozaba el privilegio de tener un aguinaldo. No era mucho, sólo
quince mil pesos, pero al menos serviría para planear algunas compras, no
quedar anulado y viendo pasar la alegría como en diciembres anteriores. Iba
entonces contento con mi plata nueva y en ese mismo momento el coche, un VW ya
más viejo que el acorazado de Potemkin, comenzó a toser hasta que se detuvo en
pleno periférico. Ya había amenazado, desde hace dos semanas, con sucumbir a mi
trote, pero aguantó hasta que sospechó, como si fuera un ser humano, que me
cayó la plata. Por eso se descompuso. Llamé al mecánico y me dijo que no podía
pasar, que rentara una grúa. Me dio el teléfono y bueno, decidí llamar. Los de
la grúa dijeron que serían mil pesos sólo por arrastrar el bocho hasta el
taller, y sin remedio acepté. Ya en el taller esperé el dictamen del mecánico, también
sin remedio. Una hora bastó para que me diera la suma de problemas acumulados
en el motor y la suma de todo lo demás: piezas y mano de obra, seis mil pesos.
Me pidió cuatro de anticipo y ni modo nuevamente, se los di. Tomé un taxi para
llegar a casa, pero a medio camino llamó Irma: estaba en el sanatorio, en
urgencias, pues el niño se rompió un brazo al tropezar en la escalera. En vez
de Seguro Social o Cruz Roja, no sé por qué mierdas se le ocurrió buscar
servicio médico privado. Desvié pues el rumbo del taxi y caí apurado en el
sanatorio. Mi pequeño ya estaba casi listo para salir, pues hallé a Irma en el
área de administración. Serían cinco mil pesos por todo, incluido el suministro
de un medicamento para el dolor (del cual nos dieron la receta). Tomamos otro
taxi a casa y allí dentro hice cálculos: grúa, mil; mecánico, seis mil;
sanatorio, cinco mil. Todavía me quedaban tres del aguinaldo, una baba, pero
algo es algo. Al bajar del taxi, lamentablemente, vi que en la puerta de la
casa estaba Raúl, mi cuñado. Apenas lo vi, recordé el acuerdo: le dije que este
día le pagaría los 2500 pesos que me prestó hace un mes. Se los di, fingí que
no pasaba nada y entré a casa convertido en un insecto más pinche que Gregorio
Samsa. Me quedaban 500 pesos, pero Irma pronto los pulverizó: “Dame unos 500
pesos para ir al súper, no hay nada en el refri”.