Ayer
a las 5:30 de la tarde recibí un DM de Twitter enviado por mi ex alumno Jaime
Martínez Romero. Me comunicaba una noticia que de alguna manera yo esperaba
desde hacía meses: la muerte de su tío, mi amigo Fernando Martínez Sánchez. Un
día antes, el jueves 9, puede ver por última vez a don Fer. Estaba tendido en
una cama de hospital ya inconsciente y con respiración afanosa. Lo acompañaban
tres de sus hijos: Fernando, Cristián y Mireya; Gerardo venía en camino desde
Tuxtla Gutiérrez, Chiapas. La hora de visita era breve, así que sólo pude estar
allí poco menos de media hora.
Con
toda mi inexperiencia en los trotes médicos, ajeno como pocos al mundo de la
enfermedad y los hospitales, noté que don Fernando estaba cerca del fin. Lo
sentí. Por eso, cuando la encargada de vigilancia nos conminó a salir dado el
término del acceso a los visitantes, me acerqué de nuevo a la cama de mi amigo,
le toqué el pecho cubierto por una gruesa frazada y cerca de su oído pude
murmurar unas palabras afectuosas. Su hija, que es doctora, me había dicho poco
antes que no reaccionaba a las palabras, pero que sí escuchaba. Oyera o no,
quise decirle a Fer, en una frase corta, que yo estaba allí, y que sentía hacia
él un cariño fraterno por lo mucho que compartimos durante al menos treinta
años de frecuente convivencia. También, por lo mucho que dio a la cultura
lagunera, pues fue escritor, orador, actor, maestro, periodista, cinéfilo,
contador público (egresado de la UNAM), cronista y promotor cultural.
Don
Fer era un hombre vitalísimo. A pocos he conocido con un gusto por la vida así
de grande, por el disfrute permanentemente festivo de dos hermosas maravillas:
la buena cocina y todas las delicias del arte que se atravesaba en su camino.
Nunca olvidaré además que fue un enfermo incurable de biobliomanía, el peor (o
el mejor, según se vea) que conocí jamás. Si al final de su vida no tuvo
fortuna fue porque nada de lo que ganaba se quedaba a reposar en alcancías:
todo, absolutamente todo lo dejaba siempre en compras de libros,
principalmente, y también de discos, películas, entradas al teatro y paseos
gastronómicos y culturales con María Caliano, su esposa, y sus cuatro hijos.
Don
Fer nació el 21 de septiembre de 1936 en Torreón. Creo que su única ausencia
larga de nuestra ciudad fue la que hizo en el DF, cuando estuvo allá para
estudiar su carrera profesional; de paso, en la capital aprovechó para
vincularse, sobre todo, con grupos literarios y teatrales. Volvió a Torreón y
fue funcionario público del gobierno federal. Luego, por muchos años, asumió la
dirección de la Casa de la Cultura de Torreón, ya desaparecida. Pese a nuestra
diferencia de edad, conviví con él en incontables/imborrables momentos. Edité
dos de sus libros y recibí como regalo muchos de su enorme biblioteca. Gracias
a él tengo, por ejemplo, el Tesoro de la
lengua castellana de Sebastián de Covarrubias, una joya.
No
olvidaré (supongo que muchos en La Laguna podrán decir lo mismo) a don Fernando
Martínez Sánchez. Yo lo recordaré principalmente por las que fueron, creo, sus
dos máximas virtudes: la poesía y la risa.
Descanse
en paz este querido y admirado amigo nuestro.
Nota: La foto que encabeza este post es la última que me tomaron con don Fer. La hizo Ivonne Gómez Ledezma a mediados de 2013.