Supe
de un escritor de brocha gorda que afirmaba, fanfarrón, lo siguiente: “Yo jamás
corrijo; así como sale a la primera, así lo dejo todo”. Era, por supuesto, un
pelatunas que se creía superdotado, pues uno de los primeros requisitos de toda
escritura que aspire a ser periodística, literaria, pública en suma, requiere
algunas plastas de maquillaje antes de salir a la calle.
Corregir
puede llegar a ser una práctica fascinante o agria, según sea el caso (estoy
hablando de corregir el trabajo propio, ya que el ajeno es casi
indefectiblemente ingrato, más cuando el texto a enderezar demanda cirugía
mayor). Es agradable cuando la masa textual sobre la que debemos trabajar salió
sin muchas dudas, sin demasiados titubeos en el proceso. Si uno escribe a
disgusto, forzado, muy poco convencido del artefacto verbal que va creando, lo
más probable es que su corrección también sea penosa. Como la corrección es, a
su modo, una reescritura, es más cómodo “reescribir” sobre un material dócil,
no sobre un texto erizado de púas que casi necesariamente nos irá espinando.
Por eso siempre he dicho que es importante escribir, o tratar de escribir, muy
bien, lo mejor posible, a la primera, para que luego el camino de la revisión nos
emprobleme en menor grado.
Creo
que fue Barthes (sí, fue él) quien escribió alguna vez sobre las famosas tres
enmiendas. Cuando corregimos, tenemos tres caminos: agregar algo, suprimir algo
o permutar algo. Confieso que, cuando comencé a escribir, creía que era más
importante agregar que suprimir; luego, pasados unos años, creí lo contrario.
Hoy, ya con mis defectos y mis pocas virtudes bien asentados, entiendo que los
tres caminos de la corrección son importantes por igual, sólo es necesario ser
sincero/severo con el texto, no andarse con contemplaciones o autoapiadamientos,
pues si nos tentamos el corazón después la vamos a pagar peor con los lectores.
Hoy,
con las computadoras, es difícil ver la evolución de un texto desde que fluye
de la cabeza al monitor por primera vez hasta que se convierte en un documento
público (en periódico, revista, libro o internet). Las enmiendas entran y salen
vertiginosamente en el Word y ya ni los escritores reparan en todo lo que van
haciendo en el camino para adecentar sus textos. Antes no era así. Hay
evidencia en papel de manuscritos y mecanuscritos que, pese a haber sido
acuñados por grandes escritores, lucen llenos de tachaduras, rayas, flechas y
comentarios al calce, casi como planos de un combate militar. Al respecto, recuerdo
unas imágenes imperdibles. Están en el libro El oficio de escritor, publicado por Era en México; hay allí
algunas páginas donde se ve claramente que el escritor que valora no sólo su
trabajo, sino el tiempo del lector, gasta sus ojos en una labor que nadie debe
ver, pero que es imprescindible en el mundo de la escritura. Ni Faulkner se
libraba de esa tarea.
Así
pues, hay que desconfiar de los escritores todopoderosos, esos que a la primera
paren textos, según ellos, tocados por la perfección.