sábado, enero 25, 2014

Entre el caos y el orden


















Por ser una actividad en la que uno compite contra uno mismo, la carrera literaria requiere forzosamente una especie de autoflagelo. Es el propio escritor quien se propina latigazos en la espalda para producir, quien se regaña cuando los avances no son satisfactorios, quien se deprime cuando la parcela ya no da melones y quien, a veces, se felicita cuando siente que ha parido algo digno de leerse. Hay casos, contadísimos casos, sin embargo, en los que el éxito de ventas convierte al aporreador de teclas en una especie de burócrata de la creación literaria, tanto que deja de ser él quien se autoarrea para cederle la tutela al editor.
Ante la cruda realidad de su trabajo en solitario, el escritor es un infatigable inventor de coartadas cuando ni a pujidos salen las cuartillas. Los pretextos que se inventa pueden ser los mismos que ofrece a los dos o tres milagrosos amigos atentos a su quehacer. “He tenido demasiadas ocupaciones”, “Estoy batallando mucho para redondear una historia”, “Ando en el proceso de investigación, reuniendo datos”, “Estoy releyendo mi poemario y todavía no me convence”, “Mi abuelita se fracturó la cadera y la estoy cuidando”. Cualquier puerta le sirve para escapar y no decir, sencillamente, que no escribió o que lo hizo pero aquello que salió del molino es intragable.
Cierto que no son pocos los apuros que provoca una actividad que en general no acerca dividendos materiales. El escritor común y corriente, e incluso algunos multipremiados y con muchos libros apiñados en el polvoriento currículum, debe tener siempre una fuente alterna de trabajo. Quien se confía al puro ejercicio inmaculado de las letras termina en (o cerca de) la indigencia, y es pertinente recomendar que ni se le ocurra construir una familia porque lo único que logrará construir es una jauría.
Por eso más le vale procurarse un mínimo método de trabajo, así sea un método que ni siquiera lo parezca. Leer a tales horas o ciertos días nomás, escribir equis cantidad de cuartillas en promedio al día o a la semana, corregir cuando los astros queden favorablemente alineados, todo sin descuidar aquello que se haya convertido en fuente de trabajo alimenticio. Operar sin ese mínimo rigor deriva casi inevitablemente en la esterilidad o, cuando menos, en la producción de una obra pegada con alfileres.
Las obras grandes y sólidas, por todo, han nacido de renuncias. Imaginemos las miles de horas que Balzac no dio a sus cuates para, aislado, escribir como si la vida fuera el encierro y no la libertad. El escritor que se deja seducir por lo contrario —por la “bohemia”, por la “tertulia”, por el actual “reven” o simplemente por la contemplación de la existencia y su habitual pinchedumbre— la pasa quizá de pelos pero a la larga ve cómo se vacía su talento, si alguno tuvo, en el albañal de la nada.
No hay reglas, claro, pero es un hecho que casos como el de Lope de Vega, es decir, escritores que viven y escriben mucho y bien, no se dan en maceta. La mayoría necesita un mínimo orden, saber que si sólo tiene una hora para escribir, esa hora servirá para eso y nada más. Todo lo que se diga aparte es, pues, pretextosa bisutería.