Por
ser una actividad en la que uno compite contra uno mismo, la carrera literaria
requiere forzosamente una especie de autoflagelo. Es el propio escritor quien
se propina latigazos en la espalda para producir, quien se regaña cuando los
avances no son satisfactorios, quien se deprime cuando la parcela ya no da
melones y quien, a veces, se felicita cuando siente que ha parido algo digno de
leerse. Hay casos, contadísimos casos, sin embargo, en los que el éxito de
ventas convierte al aporreador de teclas en una especie de burócrata de la
creación literaria, tanto que deja de ser él quien se autoarrea para cederle la
tutela al editor.
Ante
la cruda realidad de su trabajo en solitario, el escritor es un infatigable
inventor de coartadas cuando ni a pujidos salen las cuartillas. Los pretextos
que se inventa pueden ser los mismos que ofrece a los dos o tres milagrosos amigos
atentos a su quehacer. “He tenido demasiadas ocupaciones”, “Estoy batallando
mucho para redondear una historia”, “Ando en el proceso de investigación,
reuniendo datos”, “Estoy releyendo mi poemario y todavía no me convence”, “Mi
abuelita se fracturó la cadera y la estoy cuidando”. Cualquier puerta le sirve
para escapar y no decir, sencillamente, que no escribió o que lo hizo pero
aquello que salió del molino es intragable.
Cierto
que no son pocos los apuros que provoca una actividad que en general no acerca
dividendos materiales. El escritor común y corriente, e incluso algunos
multipremiados y con muchos libros apiñados en el polvoriento currículum, debe
tener siempre una fuente alterna de trabajo. Quien se confía al puro ejercicio
inmaculado de las letras termina en (o cerca de) la indigencia, y es pertinente recomendar que
ni se le ocurra construir una familia porque lo único que logrará construir es
una jauría.
Por
eso más le vale procurarse un mínimo método de trabajo, así sea un método que
ni siquiera lo parezca. Leer a tales horas o ciertos días nomás, escribir equis
cantidad de cuartillas en promedio al día o a la semana, corregir cuando los
astros queden favorablemente alineados, todo sin descuidar aquello que se haya
convertido en fuente de trabajo alimenticio. Operar sin ese mínimo rigor deriva
casi inevitablemente en la esterilidad o, cuando menos, en la producción de una
obra pegada con alfileres.
Las
obras grandes y sólidas, por todo, han nacido de renuncias. Imaginemos las
miles de horas que Balzac no dio a sus cuates para, aislado, escribir como si
la vida fuera el encierro y no la libertad. El escritor que se deja seducir por
lo contrario —por la “bohemia”, por la “tertulia”, por el actual “reven” o
simplemente por la contemplación de la existencia y su habitual pinchedumbre— la
pasa quizá de pelos pero a la larga ve cómo se vacía su talento, si alguno
tuvo, en el albañal de la nada.
No
hay reglas, claro, pero es un hecho que casos como el de Lope de Vega, es
decir, escritores que viven y escriben mucho y bien, no se dan en maceta. La
mayoría necesita un mínimo orden, saber que si sólo tiene una hora para
escribir, esa hora servirá para eso y nada más. Todo lo que se diga aparte es,
pues, pretextosa bisutería.