En “Tras el rastro del orgullo”, un cuento de su seguro servidor, inventé una historia sórdida en la que de paso, muy de paso, abordo el tema del estilo. El protagonista es convidado a resolver un caso de secuestro en el que debe “descifrar” unos mensajes escritos por anónimos delincuentes. Él mismo confiesa que detectar los tics de sus escritores favoritos no es lo mismo que percibir eso mismo en cualquier hijo de vecino, más si tal sujeto es casi ágrafo. El estilo, pues, es la repetición de un gesto, el recurrente y voluntario uso de ciertos guiños identificables por el lector. A diferencia de otros tipos de escritura (la administrativa, la periodística, la científica), en la literaria es casi indefectible que se busque “un estilo”, un tono que sirva para identificar a cada autor o por medio del cual el autor “busca” identificarse.
Algunos
tendrán muy presente esa aspiración, a otros les importará un pepino, pero
marcada o sutilmente allí estará siempre esa inclinación, el latido del estilo.
Como trató de demostrarlo Fernando Vallejo en su Logoi, el número de combinaciones en la estructura discursiva es finito.
Esto significa que forzosamente serán usadas unas u otras, y algunas, las que
elija tal o cual escritor, caerán en la página de forma reiterada, lo que
delineará, quiera o no, “su estilo”. Explico con un ejemplo burdo, pero claro.
Supongamos que esta es una estructura: “Juan se mantuvo atento, listo para
opinar cuando fuera necesario, inevitable”. Los verbos, las pausas, podrían
repetirse en el mismo escritor así sea inconscientemente: “Avancé rápido,
ansioso de llegar al sitio oculto, recóndito”.
No
creo, sin embargo, que sea sólo la forma de la escritura lo que determina un
estilo. La búsqueda de la palabra justa,
a lo Flaubert —o algún fraseo más o menos insistente, a lo Paz—, no llega a
convertirse en el único sello de identidad del escritor. El estilo es
repetición, sí, pero no sólo de palabras o estructuras lingüísticas, sino
también de temas y abordajes. Los lectores no se contentan con lo puramente
verbal, por más primoroso y reiterado que sea; buscan que su autor de cabecera
vuelva a los temas o, mejor, a los abordajes de los temas que lo fueron
haciendo admirable. Alejo Carpentier es un portento de narrador con un estilo
definido no sólo por su barroquismo, sino también por sus asuntos, por sus
ambientes, la mayoría ubicados en el Atlántico: “Con dos tambores andaba
Juan a lo largo del Escalda —el suyo, terciado en la cadera izquierda; al
hombro el ganado a las cartas—, cuando le llamó la atención una nave, recién
arrimada a la orilla, que acababa de atar gúmenas a las bitas”. Si hay mate y
primera persona y estilo “oral” y calidez familiar, casi es seguro que sea
Cortázar urdiendo fantasías en la vida cotidiana de sus personajes: “Lo
recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles.
Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente
se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate”. Y así, cada cual con sus
palabras y sus abordajes, todos los grandes escritores llegaron a serlo en el
momento en el que sus lectores consumían, felices, las mismas dosis, aquellas
que una y otra vez hacían únicos e irrepetibles a sus escritores favoritos.