Ni una mosca, ni el vuelo de una mosca debe alterar la concentración de los escritores obsesionados por el orden y el silencio. Lograr ese estado de perfección en el entorno es, sin embargo, imposible o casi imposible en la actualidad. Salvo Paul Auster y dos o tres escritores que venden libros como quien despacha bolillos, la mayoría inmensa de los aporreadores de teclados debe resignarse a la escritura en condiciones permanentemente amagadas por el ruido, la familia, el estrés laboral, la incertidumbre, los gritos del señor del gas y un larguísimo etcétera de turbulencias.
Escribir
en la tranquilidad de un estudio colisiona asimismo contra el atractivo de las
nuevas tecnologías. Antes, el escritor se aislaba a duras penas y casi
etimológicamente lo lograba: encerrado en su isla (la buhardilla o el cuartito
de atrás), pensaba y escribía mientras el mundo seguía su, por supuesto,
mundanal marcha. Tras la invención de los aparatos reproductores de música, el
poeta o el novelista podían acaso acompañarse de un disco o un caset adecuados
para la creación de atmósferas propiciatorias. Pero hoy, este hoy lleno de
distractores vacuos, la tecnología reta al escritor, le instala el mundo entero
en la computadora y lo pone frente a distractores tan poderosos que es necesario ser de veras una ostra para escribir sin ceder a la tentación de echarle un
ojito recurrente al mail, al Twitter, al YouTube, al Face, a todo eso que engatusaría
hasta Víctor Hugo.
Ante
la silenciosa amenaza de la parálisis, no hay escritor que explícita o
secretamente no se invente cierto ritual o “cábala”, como dicen los argentinos.
Escribir de noche o muy temprano, en pijama, con cierta música, de pie, con
algún aroma especial en el ambiente, frente a cualquier fetiche sobre el
escritorio, en pura ropa interior, con permanente café o como sea, sirve de
embrague para que la creatividad no pierda aceleración.
Será
por eso que algunos recomiendan que el escritor en cierne entre en contacto con
el periodismo en el periódico, para que agarre disciplina y escriba sí o sí,
con o sin el apoyo de las esquivas musas o de los fetiches. El escritor que
alguna vez pasa por una sala de redacción, donde hay ruido permanente y mucha
presión, terminará por aprender el zurcido de ideas en medio del bullicio y con
el reloj picándole sin freno las costillas. Ahora bien, si no puede o no quiere
llegar a tanto, una columna o un artículo frecuentes lo obligarán igual a
trabajar siempre en contra del calendario, pues si algo tienen todas las fechas
del futuro es que siempre llegarán.
En
el plano de la autorreferencia, hace mucho que dejé de soñar en una burbuja o
torre de marfil. Por circunstancias que no viene al caso contar, he aprendido a
escribir en donde sea, en lo que sea y a cualquier hora del día. No es lo
ideal, pero poco puedo hacer para ir en contra del estrecho margen de maniobra que
me ha cabido en suerte. Ahora bien, quien quiera dominar el arte de escribir
haya o no haya ámbito favorable (todavía no lo domino, lo sigo aprendiendo),
que empiece por tener dos o tres hijos. Ya verá que con eso pondrá a prueba toditita
su vocación.