“México,1978-Resistencia,
2009”, dice al final el cuento “Semper fidelis”, del libro 9 historias de amor (Ediciones B, Buenos Aires, 2009), del
argentino Mempo Giardinelli. Otros relatos de ese mismo libro son fechados de
manera similar: “Resistencia-Charlottesville, 2006-2009”; “Resistencia,
1972-2008”; “Buenos Aires, 1975-México, 1982”; “Panamá, 1997-Paso de la Patria,
2003”. Tomo como pretexto la extraña citación de aquel libro para pensar en el
texto intermitente, ése que los escritores van trabajando de un lugar y un
tiempo a otros, como caracoles que con lentitud llevan encima no su casa, pero
sí sus cuartillas mientras la necesidad los obliga a desplazarse.
Es
una fortuna, ya lo dije en otro momento, tener un nicho plácido para escribir y
una tranquilidad basada sobre todo en la abolición del estrés que suelen
generar los innumerables apremios materiales. Cuando un escritor tiene
resueltas sus necesidades y construye un ámbito impermeable a los sobresaltos de
la vida cotidiana, puede quizá jalar el hilo de su creatividad para que de
golpe se venga toda la madeja. Pero ni en tales condiciones es seguro que los
textos broten como manantial; siempre hay frenones, dudas, la vacilación propia
del trabajo artístico en el hipotético caso de que vaya creciendo con una
visión autocrítica.
Si
eso pasa en condiciones ventajosas, es peor cuando el escritor es acosado por
penurias económicas o viaja mucho y vende su fuerza de trabajo intelectual aquí
y allá; en esa circunstancia el texto se pone más rejego y sale, si sale,
intermitentemente, a pedazos, como edredón de casa pobre.
Sé,
porque lo he vivido, que hay ciertos textos que no se dejan cocer a la primera,
que se ablandan poco a poco y con la llama muy bajita. Por eso cuando los
fechamos acostumbramos escribir, digamos, “Torreón, 1993-2005”. No quiere decir
que uno se haya tardado doce años en freír siete cuartillas, sino que
comenzamos y suspendimos y recomenzamos y resuspendimos y seguimos corrigiendo
y escribiendo a brincos, cada que había tiempo o cada que uno fue reencontrando
los borradores en el archivo de madera o digital. Mi experiencia más
significativa en este sentido se dio con la novela Parábola del moribundo, cuyo primer borrador salió entre 1998 y
1999, más o menos, y que revisité intermitentemente durante una década.
Recuerdo que cada dos años le aplicaba una despiojadita, pero nunca me dejaba
satisfecho. Decidí “terminarla” en el 99, la mandé a un concurso y tuvo el
atrevimiento de ganar. Lo mejor de aquel logro fue que me permitió no releerla
más, alejarla para siempre de mi vista.
Todo
esto nos permite vislumbrar que ciertos textos —libros enteros— son el
resultado de rodeos, de pausas, de
titubeos y tropiezos. Unas veces se da esto por exceso de chamba alimenticia,
otras por problemas familiares, otras por desavenencias entre el texto y el
autor, otras por todo eso junto, el caso es que muchas obras, aunque se
presenten de manera compacta, provienen de la tortura sisífica de regresar una
y otra vez sobre los mismos pasos, siempre con la roca de palabras sobre el
lomo.