“¿Te pasó eso?” es una de las preguntas cliché planteadas al narrador e incluso al poeta que deja ver demasiado, al escribir, las costuras de su experiencia personal. Al lector le interesa saber, sí o sí, qué tan cerca estuvo el autor de lo contado, si aquello que está en las páginas es parte de su biografía o “lo inventó” flagrantemente. Para el autor es lo de menos, más si lo suyo es el texto que tira hacia lo fantástico, hacia lo irreal, aunque también en estos casos puede colarse una sutil autobiografía. Pero no sé por qué al lector le agrada comprobar que las aventuras albergadas en un relato fueron en efecto vividas por quien las contó.
El
escritor, como quien sea, habla (y principalmente escribe) a partir de su
experiencia, y no puede ser de otra manera. Claro que no me refiero sólo a los
referentes visibles en el relato, sino a lo más íntimo, a lo más personal. Es
decir, si un alemán, por ejemplo, cuenta la historia de un narco, no es
suficiente que pueble su relato de trocas Lobo, canciones del Komander,
botellas de Buchanan’s y otros adornos similares, sino que de veras
atraviese la atmósfera espiritual, valga
el adjetivo, de ese excrementicio universo. La verosimilitud requiere pues de
una escalera grande y otra chiquita.
Quiera
o no, el escritor, mientras vive, va captando temas, ambientes, tipos humanos,
sueños, libros y formas de pensar propias y ajenas. Esos son los insumos que
luego servirán para fraguar la obra propia, y sólo de su talento depende si
logra aprovechar tal experiencia o ésta queda, digamos, desperdiciada,
recluida en su ser. Da lo mismo si es un hombre de acción o un contemplativo:
toda experiencia es viable para hacer literatura.
El
cuento de Borges que más me gusta, “El Sur”, supuestamente nació de un
accidente real del autor, quien luego pasó a ser Juan Dahlmann, el
protagonista. En alguna entrevista Vargas Llosa declaró que para escribir La guerra del fin del mundo, esa novela
monstruo, tuvo que asentarse durante buen rato en la zona de Brasil donde
trascurre su historia. Alejo Carpentier atribuye a un viaje a Haití su noción
de lo real-maravilloso y la escritura de El
reino de este mundo. El apando
obedece al encarcelamiento en Lecumberri de José Revueltas. Y así un larguísimo
etcétera que nos confirmaría la relación visceral que hay entre experiencia y
obra.
No
significa esto, sin embargo, que pasar unos meses en Pernambuco o ser apandado
un par de años en Lecumberri vayan a tener como grata consecuencia dos novelas.
Eso se comprueba con los tíos que en la sobremesa nos cuentan aventuras
inauditas, maravillosas y condenadas a quedarse allí, pues tener mucho qué
contar no es suficiente.
Por
todo esto siempre he creído, y creo que creo bien en este caso, que el escritor
es una especie de cazador que en todas partes se presenta con una jaulita al
hombro. Esté donde esté, haga lo que haga, platique con quien platique, fracase
en lo que fracase, toda experiencia es presa digna de ser atrapada. Luego se
verá si la pieza es de valor o no, cuando se convierta en cuento, en novela, en
poema, en algo.